dimecres, 2 de desembre del 2020

la utopia de la lectura

 

Sí, la literatura es una construcción frágil, un desglose subjetivo. Escuelas, corrientes, autores. Attrezzo barato que esconde una única verdad: que el olvido acaba cubriendo finalmente todos los libros. Cada época consagra a tres o cuatro autores: poquísimos serán leídos también en la época siguiente, mal leídos además, mal comprendidos, reducidos a unos clichés que ellos no compartirían. Así como «the only emperor is the emperor of ice-cream», la única teoría que prevalece es la del caos, la del amor y la del azar. Los seres humanos no saben, literalmente, leer y en poco tiempo tampoco sabrán, literalmente, escribir. Vivimos la melancolía del ocaso de la antigüedad, la ruina de una civilización, quizá la propia ruina del hombre. Tal vez nos definan como «los últimos autores» porque hemos sido los últimos lectores verdaderos. Y a pesar de todo ello, la literatura debe seguir adelante.

El edificio de la literatura hacia el que nosotros, las gentes del libro, nos dirigimos desde todas partes, desde todas las épocas, desde todos los pliegues de la historia, se alza sobre un gigantesco amasijo de escombros. Es la montaña de los libros mediocres, perdidos en la anomia y, sin embargo, importantes, porque son ellos los que elevan y hacen visible el santuario. Son libros escritos por dinero, leídos por voyeurismo y arrojados luego a un túmulo tan alto como el Gólgota. Constituyen el noventa y nueve por ciento de los libros del mundo.

El primer piso de ese enorme edificio fue construido por profesionales para los que la escritura es un oficio. Por hábiles cerrajeros, herreros carpinteros, hojalateros y torneros de la escritura. Por albañiles, ingenieros y mecánicos, por aquellos que cuentan con estudios de trigonometría y de resistencia de los materiales. Ellos levantaron edificios sólidos, coherentes, indestructibles, con paredes ajustadas con el nivel y la pesa. Es la dimensión de la escritura que se puede aprender, la que justifica la existencia de los cursos de escritura creativa. A ningún autor le viene mal conocer su oficio. Libros construidos, libros exhaustivos más vastos que la vida, como edificios de cientos de estancias, unos textos asombrosos como Ilusiones perdidas, Guerra y paz, Los Buddenbrook o La guerra del fin del mundo destacan en este primer nivel de la literatura.

Hay sin embargo cosas que no se pueden aprender en un curso de escritura creativa. Que superan el oficio y se dirigen hacia la fragilidad y lo inexplicable del arte. Una vez que los artesanos han construido los volúmenes, las bóvedas y los arquitrabes, hay que decorar la catedral de la literatura. Las paredes desnudas deben cobrar vida, hacen falta frescos y estatuas que den esplendor al edificio. No puedes aprender el estilo, la química de las combinaciones de palabras, la sutileza del encaje de los tonos. Con esa gracia naces o no naces. La llevas en la sangre y no sabes de dónde procede. Aunque infinitamente más frágiles, los escritores-artistas son infinitamente superiores a los escritores-artesanos. «La poesía no se siente con el cerebro ni con el corazón –decía Nabokov-, sino con la médula espinal». Ningún autor que no sea un artista puede provocarte ese estremecimiento, ese orgasmo final que es el objetivo de los catadores refinados. En este nivel del enorme edificio te encuentras a los creadores de formas y de milagros estéticos, encuentras las Soledades de Góngora y Salambó y En busca del tiempo perdido y Finnegan’s Wake y Lolita y El arco iris de gravedad. Si la literatura se hiciera con palabras, según dijo Mallarmé, Nabokov sería el más grande escritor de todos los tiempos. Pero la literatura no se hace con palabras.

En esta palabra, religión, radica todo el secreto de la literatura, que es mucho más que un oficio y mucho más que un arte.

Los dos primeros pisos de la literatura, la parte del oficio y la del arte, se entrelazan en diferentes proporciones en la mayoría de los escritores verdaderos, los que honran su vocación. Pero hay un piso más por encima de ellos, un escalón de una altura abrumadora, insalvable para la mayoría. Para llegar a la cumbre de la catedral de la literatura, hasta el campanario más alto, no hay vía de acceso. Tienes que haber nacido allí...

 

 Mircea Cărtărescu. La utopía de la lectura. WMagazín.


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