skip to main |
skip to sidebar
Tras la noticia, se ha desatado el verborreico concierto de comentarios, indignaciones e ironía en las nerviosas redes sociales. Suenan los «será posible?» y los «ya era hora», la polémica alcanza el punto de efervescencia. Los periódicos y las emisoras de radio consultan a sus expertos habituales. No hay tregua. Twitter vomita la penúltima novedad inaudita: la acedemia sueca ha concedido el Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan.
Asisto divertida a la cacofonía mediática de apocalípticos e integrados. Los entusiastas celebran que las jerarquías y el esnobismo literario hayan saltado al fin por los aires. Los indignados desconfían del postizo vanguardismo del vetusto comité sueco. Sospechan que aquí no hay intención de desacralizar o expandir el concepto de escritor, ni una derrota de los aduaneros uniformados que vigilan las lindes de la literatura y solicitan visado de entrada: en esta elección ven simple oportunismo y sed de repercusión pública. Los más exaltados prefieren llamarlo banalización y se preguntan escandalizados cuál será el siguiente paso tras tamaña insensatez. ¿Detrás del cantautor irrumpirán en el sancta sanctorum de la academia una jauría de hijos bastardos de la palabra —guionistas de cine y televisión, autores de cómics, monologuistas, diseñadores de videojuegos y proyectos transmedia, epigramistas de Twitter —? ¿Son ellos las tribus del porvenir?
Yo, invadida por el libro que escribo, pienso en Homero. Pienso en la multitud de bardos itinerantes agazapados detrás de su nombre. Ellos fueron los primeros. Cantaban para entretener a los ricos en sus palacios y a la gente humilde en las plazas de las aldeas. Por aquel tiempo, ser poeta era un asunto de suelas gastadas, de polvo de los caminos, del instrumento a la espalda, de recitales al caer la noche y ritmo en el cuerpo. Aquellos artistas caminantes, los andrajosos enviados de las musas, sabios bohemios que explicaban el mundo en canciones, mitad enciclopedistas y mitad bufones, son los antepasados de los escritores. Su poesía vino antes que la prosa, y su música, antes que la lectura silenciosa.
Un Nobel para la oralidad. Qué antiguo puede llegar a ser el futuro.
Irene Vallejo. El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. 8a ed. Siruela, 2020. P.109.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada