1921
14 de mayo
Ayer pasé con Proust una hora. Desde hace cuatro días envía todas las tardes un automóvil a recogerme, pero todas las tardes yo había salido...Ayer, como precisamente yo le había dicho que no creía que fuera a estar libre, él estaba a punto de salir, y había aceptado una cita fuera de casa. Dice que hacía tiempo que no se levantaba. Aunque, en la habitación donde me recibe, se ahoga uno, él está tiritando; acaba de salir de otra mucho más caliente en la que sudaba la gota gorda; se queja de que su vida no es más que una lenta agonía, y aunque se había puesto, desde mi llegada, a hablarme del uranismo, se interrumpe para preguntarme si puedo darle algunas aclaraciones sobre la enseñanza del Evangelio, del cual no sé quién le ha dicho que hablo particularmente bien. Espera hallar en él algún apoyo y alivio a sus males, que me describe largamente como atroces. Está gordo, o mejor dicho, hinchado; me recuerda un poco a Jean Lorrain. Le entrego un ejemplar de Corydon del que me promete no hablar a nadie; y cuando le digo algunas palabras sobre mis Memorias, exclama: «Puede usted contarlo todo; pero a condición de no decir nunca: Yo». Consejo que no me sirve.
Lejos de negar o de esconder su uranismo, lo expone, y casi podría decir: se jacta de él. Dice no haber amado nunca a las mujeres más que espiritualmente y no haber conocido nunca el amor más que con hombres. Su conversación, atravesada sin cesar por observaciones incidentales, discurre sin ilación. Me comunica su convicción de que Baudelaire era uranista:
-La manera como habla de Lesbos, y sin ir más lejos, la necesidad de hablar de ello, bastarían para convencerme. -Y al protestar yo:
-En todo caso, si era uranista, lo era sin darse cuenta o casi; no puede usted pensar que haya practicado jamás...
-¡Cómo! -exclama él-. Estoy convencido de lo contrario; ¿cómo puede usted dudar que practicase?, ¡él, Baudelaire!
Y, en el tono de su voz, parece que mis dudas sean una injuria a Baudelaire. Pero estoy dispuesto a creer que tiene razón; y que los uranistas son aún un poco más numerosos de lo que creía en un principio. En todo caso no suponía que Proust lo fuera de forma tan exclusiva.
André Gide. Diario. Traducció de Laura Freixas. Alba, 1999. P. 254-255.