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dimarts, 1 de setembre del 2020

la vida dels altres


«Cada any lloguem una casa a la vora del mar, i al principi de l’estiu hi anem —amb el gos, el gat, els nens i la cuinera—, i arribem a un lloc desconegut una mica abans que es faci fosc. El viatge cap al mar té les seves emocions cerimonioses, ara ja fa molts anys que el fem, i ens sentim com sempre ens hem conegut en els nostres somnis, emigrants i rodamons: si més no viatgers, amb la sensibilitat aguda d’un viatger. Jo mai no investigo les cases que lloguem, de manera que el castell de fusta amb una torre, l’edifici mastodòntic, la vil·la de Staffordshire recoberta de roses i la mansió del sud s’alcen sota la darrera llum marina amb l’immens atractiu d’allò que ens és desconegut. A la casa del costat ens donen unes claus rovellades per la humitat. Obrim la porta i entrem en un vestíbul fosc o clar, a punt de començar unes vacances: un mes que promet que no ens portarà maldecaps. Però tan o més forta que l’agradable sensació de començar alguna cosa és la d’haver-se introduït en la vida d’algú altre. Jo sempre he fet els tractes amb agents, i mai no he conegut els propietaris a qui hem llogat, però la seva capacitat per deixar un rastre de presències físiques i emocionals és increïble. Naturalment les coses que fem no queden escrites en l’aire ni en l’aigua, però sí que semblen gravades als sòcols ratllats, en les olors i en els gustos amb què s’han triat els mobles i els quadres, i els ambients d’aquestes cases llogades són tan marcats com els canvis de temps a la platja. A vegades, al llarg passadís hi ha una bonança, una puresa i una claredat de sentiments a la qual responem tots. Algú va ser molt feliç aquí, i nosaltres lloguem la seva felicitat juntament amb la seva platja i la seva barca. A vegades l’ambient de la casa sembla misteriós, i continua sent un misteri fins que marxem, a l'agost. ¿Qui deu ser la dona del retrat que hi ha penjat al passadís de dalt?, ens preguntem. ¿De qui devia ser l'escafandre, o la col·lecció d'obres de Virginia Woolf? ¿Qui devia amagar el volum de Fanny Hill dins l'armari de la porcellana? ¿Qui tocava la cítara? ¿Qui dormia al bressol? ¿Qui devia ser la dona que va pintar amb esmalt les urpes de les potes de la banyera? ¿En quin moment de la seva vida ho va fer?...»

John Cheever. «Les cases de la costa». A: Contes. Traducció de Jordi Martín Lloret. Proa, 2007.

divendres, 16 de març del 2018

pla de lectura


«—¿Qué estáis leyendo en el colegio ahora? —me preguntó Bill.
La letra de Escarlata —respondí yo.
Se cubrió los ojos con las manos. Bud se olió el puño. 
—Es La letra escarlata —me corrigió Bud—. No «de Escarlata». No se trata de la secuela de Lo que el viento se llevó.
—¿Y te gusta? —quiso saber Bill.
—Es un poco aburrido —dije.
—Claro —dijo Bud—. Te falta el marco de referencia. Tienes trece años.
—En realidad cumplí los catorze el pasado...
—De ganas lo sabes todo, pero de verguenza, nada —comentó Bud.
—Le hace falta una buena dosis de Jack London —le dijo Bill a Bud.
—¿De Twain, tal vez? —apuntó Bud.
—Puede ser —dijo Bill—. Pero el chico es de la Costa Este. Debería leer a escritores de Nueva York: Dos Passos, Wharton, Dreiser.
—¿Dreiser? ¿Quieres convertirlo en un cínico como tú? Y nadie lee ya a Dos Passos. Dos Passos está pasado. Si quiere leer a alguien de la Costa Este, que lea a Cheever.
—¿Quién es Cheever? —pregunté. 
Los dos hombres se volvieron muy despacio hacia mí. 
—Ya está decidido —dijo Bud.
—Ven conmigo —dijo Bill.
Me llevó a la sección de ficción y sacó todos los títulos de John Cheever, entre ellos un grueso volumen con sus relatos breves que se acababa de publicar. Se llevó los libros al almacén y, rápidamente les arrancó la cubierta a todos. Parecía como si hacerlo le causara un dolor físico, como si se estuviera arrancando un vendaje. Le pregunté qué estaba haciendo. Me dijo que las librerías no podían devolver todos los ejemplares no vendidos de las ediciones en rústica a las editoriales —las editoriales no tenían sitio para tanto libro—, por lo que les enviaban sólo las cubiertas. Cuando Bill y Bud querían quedarse con algún libro, simplemente arrancaban la cubierta, se la enviaban a la editorial, que les reembolsaba el gasto realizado, «y todos contentos». Me aseguró que aquello no era robar. A mí, la verdad, no me importaba lo más mínimo.
Me pasé aquel fin de semana leyendo a Cheever, nadando en Cheever, enamorándome de Cheever. Yo no sabía que las frases podían construirse así. Cheever hacía con las palabras lo que Seaver con los lanzamientos rápidos. Describía un jardín lleno de rosas diciendo que olía a mermelada de fresas. Escribía que anhelaba un «mundo más pacífico». Cheever escribía sobre mi mundo, las afueras de Manhattan, que olían a leña (su palabra favorita) y estaban habitadas por hombres que se alejaban a toda prisa de estaciones de tren para entrar en bares, antes de regresar a ellas. Todos los cuentos giraban en torno a cócteles y al mar, y, por tanto, todos ellos parecían ambientados en Manhasset. Uno de ellos, de hecho, lo estaba. En el primer relato de la antología se mencionaba Manhasset por su nombre.
Los viernes por la tarde Bill y Bud me hacían preguntas sobre lo que había leído en clase aquella semana. Chasqueaban la lengua, horrorizados, y me llevaban a dar una vuelta por la librería, e iban llenando una cesta con ejemplares sin cubierta.
—Cada libro es un milagro —decía Bill—. Cada libro representa un momento en el que alguien se sentó en silencio (y ese silencio forma parte del milagro, no te engañes), e intentó contarnos a los demás una historia.
Bud podía hablar sin fin de la esperanza de los libros, de la promesa de los libros. Decía que no era casualidad que un libro se abriera igual que una puerta. Además, decía, intuyendo una de mis neurosis, los libros podían usarse para poner orden al caos. A mis catorce años, era más vulnerable que nunca al caos. Mi cuerpo estaba creciendo, le salía pelo por todas partes, se agitaba con unos deseos que yo no comprendía. Y el mundo, más allá de mi cuerpo, parecía igualmente volátil y caprichoso. Mis días estaban controlados por profesores, mi futuro estaba en manos de la herencia de mi sangre y la suerte. Sin embargo, Bill y Bud me prometían que mi cerebro era mío y que siempre lo sería. Decían que al optar por los libros, los libros adecuados, y al leerlos despacio, cuidadosamente, siempre podría mantener, al menos, el control de aquello...»

J.R. Moehringer. El bar de las grandes esperanzas. Traducció de Juanjo Estrella. Duomo, 2015. P. 153-154.

diumenge, 10 de gener del 2016

desig, el


A LOS SIETE años concebí una pasión indecente por una reproducción en yeso de la Venus de Milo que había en nuestra biblioteca. Subido a una silla, quise mirar bajo aquellos pliegues que ocultaban desde hacía siglos lo que yo deseaba.

John Cheever. Diarios. Traducció de Daniel Zadunaisky. Emecé, 2006. P. 254.

dissabte, 11 d’abril del 2015

a propòsit de la literatura russa


«Leo a Soljenitsin con placer, pienso que voy a seguir leyendo hasta el alba, como hice hace cuarenta años con Tolstói. Por suerte prima la sensatez y me voy a la cama. Han pasado cuarenta años. El libro es un alegato exhaustivo, no sólo contra la tiranía de Stalin, con sus torturadores y asesinos a sueldo, sino también contra el atraso del pueblo ruso. Me parece que esto se debe a que, a pesar de una lucha de cincuenta años en favor del cambio, la literatura rusa se ha desarrollado y cambiado menos que cualquier otra. No aparecen personajes de Sterne y Trollope deambulando por la literatura inglesa contemporánea, pero en este libro los burócratas estúpidos y crueles son los mismos que encontramos en Pushkin y Gógol. La mujer que escribe con el dedo en una ventana empañada aparecía ya en Lermontov. Es una literatura intensamente nacional, se diría incluso que provinciana, de manera que las descripciones de ebriedad y estupidez trascienden el carácter individual para penetrar en el carácter nacional, el pueblo ruso, la raza. La aristocracia parece haber absorbido algo de la sofisticación europea, pero los rusos de hoy parecen no sólo atrasados sino resueltos a estarlo. [...] En Rusia uno encuentra pasión, sinceridad y lucidez, pero también suspicacia, una suerte de cultivada estupidez y esa estolidez desesperante que fustigaba a Gógol».

John Cheever. Diarios. Traducció de Daniel Zadunaisky. Emecé, 2006. P.319-320.



dijous, 2 d’octubre del 2014

mercat immobiliari



Siempre usamos las mismas palabras para explicar a John Cheever: alcohol, homosexualidad, culpa. Podríamos añadir dos más: Cedar Lane, el camino del cedro, el lugar que Cheever eligió para vivir durante sus últimos 31 años, como si su residencia fuera la consecuencia lógica de sus relatos y de sus obsesiones. Hablar de John Cheever sin nombrar su calle es como acordarse de Lawrence Durrell y olvidar Alejandría.
Cedar Lane, 197, en la ciudad de Ossining, a una hora de Manhattan, es la dirección de una casa llamada 'Afterwhiles', que ha aparecido en el escaparate de las inmobiliarias locales. Su última ocupante murió en primavera y los hijos del escritor la venden. No quieren vivir allí. Piden 525.000 dólares (390.000 euros) aunque advierten de que el edificio requiere reformas. La propiedad incluye 24.000 metros cuadrados de finca y, atención, unas cuantas cajas de recuerdos de los anteriores dueños, el señor Cheever y su mujer Mary. Libros, fotografías, recortes... Su hija Susan ya ha explicado que todo lo que ella y sus hermanos querían llevarse del lugar ya está lejos de Ossining.

Luis Alemany. «Una casa, una copa, un tormento». El Mundo. 30|07|2014.

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Nos mudamos. La casa nueva está vacía y mucho después de que hayamos colocado las alfombras y los muebles, mucho después de que hayan aparecido los amigos con flores y vino y hayan vuelto a partir, después de colgar los cuadros, correr las cortinas y encender las luces, la imagen de la casa vacía, con olor a gato en el salón de la planta alta, la pintura manchada y descolorida, es mucho más persistente que los nuevos arreglos. La imagen del vacío es para mí una manifestación del horror. Las lámparas y las flores parecen transparentes. Los arreglos prosiguen durante el jueves y el viernes; el viernes por la tarde empieza una nevada que dura doce horas. La anciana señora L. dijo en cierta ocasión que no debería ser tan sensible, pero por lo visto no sé seguir su consejo. Mis sentimientos hacia las calderas están condicionados por el hecho de que en la casa vieja la caldera se estropeaba con frecuencia y una vez explotó. En el cuarto de huéspedes hay un escape. El quemador es muy caprichoso. A las ocho y media me he tomado una copa.
Más nieve. El autobús escolar de Ben llega con retraso y lo traigo a casa. Despejo la nieve, la bendita nieve, hasta las tres y media, después bebo demasiado y me quejo del ropero. Me despierto durante la noche, cuando la maquinaria doméstica toma sus propias decisiones. Primero el quemador, después el frigorífico, la aspiradora, la bomba de la letrina. Espero estar menos ansioso, más sereno. Espero que poco a poco vayamos tomando posesión de esta casa, de este lugar. Parece que requiere un esfuerzo.

John Cheever. Diarios. Traducció de Daniel Zadunaisky. Emecé, 2004. P. 192-193.


diumenge, 7 de setembre del 2014

els grans llibres


Cojo Crimen y castigo y la primera frase me arranca una exclamación de placer. Cuando voy por la mitad de la tercera página, cierro el libro y enciendo el televisor. Así es como los grandes libros se nos caen de las manos.
John Cheever. Diarios. Traducció de Daniel Zadunaisky. Emecé, 2004. P. 352. 


dimecres, 29 de gener del 2014

el gra de sorra


JOHN CHEEVER fue un infatigable escritor de diarios personales a lo largo de cuarenta años en los que apenas tomó vacaciones a la hora de intentar explicar su complejo conflicto con la vida, porque de fondo, más allá de las apariencias, el problema era la vida, tal como dice su hijo Benjamin Cheever en el prólogo a los diarios: «Un espíritu simple dirá que la esencia de su problema era la bisexualidad. No es así. Tampoco lo era el alcoholismo. Asumió su bisexualidad. Dejó la bebida. Pero la vida seguía siendo un problema.»
[...]  Los problemas estaban siempre ahí, lo que a Cheever —es la parte positiva del asunto— le permitió escribir magistrales páginas de sus diarios, como esta que llevo suelta en mi bolsillo y que paso ahora a leerles: 
«Cuando la autodestrucción entra en el corazón, al principio parece apenas un grano de arena. Es como una jaqueca, una indigestión leve, un dedo infectado; pero pierdes el tren de las 8.20 y llegas tarde para solicitar un aumento de crédito. El viejo amigo con quien vas a comer de repente agota tu paciencia y para mostrarte amable te tomas tres copas, pero el día ya ha perdido forma, sentido y significado. Para recuperar cierta intencionalidad y belleza bebes demasiado en las reuniones, te propasas con la mujer de otro y acabas por cometer una tontería obscena y a la mañana siguiente desearías estar muerto. Pero cuando tratas de repasar el camino que te ha conducido a este abismo sólo encuentras el grano de arena.»


Enrique Vila-Matas. El mal de Montano. Anagrama, 2002. P. 236-237.




dimecres, 15 de juliol del 2009

john cheever


”...fer les paus amb tu mateix sovint només depèn d’un gintònic tranquil en bona companyia..."Sadurní Vergés


Els personatges de Cheveer sovint procuren fer les paus amb si mateixos o amb altres amb un gintònic. Quan es parla d’alcohol i literatura és inevitable que aparegui el nom de John Cheever. L’anomenat Chejov dels suburbis (de les grans ciutats nord-americanes, clar) era una mena d’esponja amb tendencies depresives i segons es pot llegir als seus diaris era completament conscient dels problemes de salut que li podia ocasionar la ingesta immoderada de ginebra i sobretot whisky, sinó recordo malament, escocès. És un producte típic dels anys cinquanta quan encara no s’havien instal·lat en la consciència col·lectiva els efectes a llarg termini de l’alcohol i el tabac, i el fumar i el beure eren un simbol de distinció cosmopolita, penso en la sèrie de televisió Mad Man, en els cocktails de migdia i els tragos amb got llarg del capvespre amb música de Mantovani.
Fins fa poc el coneixiem d’oïdes com el mestre declarat de Raymond Carver, l’obra del qual vam llegir abans que la de Cheever, ja que d’aquest, només s’havien publicat relats esparços a finals dels setanta i alguna de les seves novel·les com Falconer. És arrel de la publicació el 2002 de la geometria del amor per emece quan aquesta editorial i després Alfaguara comencen a publicar la seva obra que consta de dos volums de relats, els diaris, i les novel·les: Bullet Park, Falconer, Crónica de los Wapshot i Esto parece el paraiso, de moment aquests són els títols traduïts al castellà, en català tenim una selecció de contes publicada per Proa el 2007.
Tota la seva obra curta es va anar publicant al llarg de la seva vida en revistes, sobretot a The New Yorker. El 1978 va obtenir el premi Pulitzer per The Complete Stories of John Cheever. Els personatges dels seus contes solen ser homes i dones de classe mitja-alta amb un secret amagat, instal·lats en alguna o altra cruïlla de la seva vida que malden per sortir-se’n sense prendre gaire mal.
Com a curiositat, el protagonista de Falconer, un ex professor d’universitat drogaaddicte que està tancat a la presó per haver matat al seu germà, té cognom català: Farragut.

No fa gaire l’escriptor Antonio Muñoz Molina en va escriure un article al suplement Babelia de El País, aquí el podeu trobar.
I aquí hi trobareu una selecció de contes que algú comparteix en format pdf.
Per acabar un vídeo curiós. El 1968, gràcies a la insistència de Burt Lancaster, es va adaptar al cinema el conte El Nadador; va dirigir la pel·lícula Frank Perry i en va escriure el guió la seva esposa Eleanor. Cheever apareix de forma fugaç en una escena, cameo en diuen?