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dimarts, 16 de gener del 2018

a propòsit dels clásicos latosos d'en kiko amat


[La prèvia. Tot ve d'aquí]

IGNACIO ECHEVARRÍA
Preferiría no hacerlo
El Cultural | El Mundo
12|1|2018

La perfecta idiotez se ignora a sí misma. ¿Un ejemplo? El título puesto por Kiko Amat a la primera entrega de su prometedora serie “Clásicos latosos”, en Babelia. Allá va: “¿Por qué estamos obligados a leer un tostón como Moby Dick?”.
Reparen, por de pronto, en la infantiloide perspectiva de quien se siente “obligado” a leer un libro, cualquiera que sea, como si se tratara de los deberes de clase. Y puesto que en términos de clase se piensa (de clase de infantes, quiero decir), la idea de que la obligación se nos impone a todos, niños y niñas, listos y tontos. 
Luego, ya de partida, ese calificativo, “tostón”, tan informal, tan de niño travieso (la gorra de béisbol con la visera al revés) que en lo que está pensando es en salir por fin al patio a corretear e intercambiar los cromos que, pasados los años, ilustrarán con estética pop su memoria sentimental, nutrida de tiras cómicas, marcianitos, teleseries, comecocos y discos ochenteros.
Si el lector, intrigado por la “desafiante” pregunta, cede a la tentación de leer la respuesta que su autor propone, descubrirá que, lejos de tratarse de una broma más o menos provocadora, el artículo constituye un serio y esforzado intento, por parte de una inteligencia miope, de desmontar el crédito que a Moby Dick atribuyen “Wikipedia y mucha otra gente, en su mayoría profesores universitarios”. Ay, esos profesores...
Y es que, jo, la novela es muy gorda, y demasiado larga. No se entiende muy bien lo que quiere decir. Además, está llena de digresiones (o como se diga) y habla de un montón de cosas que no nos interesan. El capitán Ahab es un buen personaje, vale, pero Melville no lo deja expresarse, ¡no lo deja hablar! Y lo peor de todo: la maldita ballena blanca no sale hasta el final, con lo que la travesía del libro se hace aburridísima...
Este es el nivel de argumentación del artículo, más o menos, para que se hagan ustedes una idea. 
Pero que un moderniki más o menos profesional haga ostentación e industria de su propia indigencia como lector no deja de ser excusable, o por lo menos comprensible. Lo alucinante en este caso viene a ser que la iniciativa de dedicar toda una serie a disuadir de la lectura de libros clásicos se ofrezca avalada y promovida por un suplemento cultural.
La conveniencia de incentivar y promover la lectura suele ser la razón con que suele justificarse, desde el entorno de los suplementos literarios, el escasísimo caudal de críticas negativas que éstos contienen, así como el evitamiento de toda polémica de cierto calado, como no sean las que excitan el morbo de los lectores, siempre por la vía del escándalo. Tanto más irritante resulta, siendo así, que se halague la cortedad y la molicie de los lectores más horizontales reafirmándolos en sus prejuicios más imbéciles.
“Kiko Amat hace un resumen de algunas de esas grandes obras de la literatura que seguro que ustedes no tienen intención de leer”, reza, con simpática complicidad, el sumario de la primera entrega de “Cásicos latosos”.
Con magnífica ironía, Luis Magrinyà replicaba en su cuenta de Twitter: “Fuentes fidedignas confirman que se han vuelto tan tan tan osados que los próximos clásicos latosos van a ser Corazón tan blanco, Sefarad y Bartleby y compañía”. 
Tendría sin duda mucho más interés -y bastante más riesgo, por supuesto- que el celo iconoclasta de Kiko Amat se dirigiera hacia títulos como ésos. Pues no da la impresión de que, puestos a disuadir de la lectura de según qué libros frente a otros, sean obras como Moby Dick las que reclaman este servicio con más urgencia. O quizá sí, a la vista del número incesante de libros inanes que, desde las páginas del mismo suplemento, son calificados una semana tras otra con los adjetivos más superlativos.
“¿Conviene leer los clásicos? Más aún: ¿conviene leerlos hasta el final?” He aquí la gran pregunta con que, en su cuenta de Facebook, El País promocionaba la nueva sección de Kiko Amat. 
Una de esas preguntas que retratan a quien las hace. Ya no digamos al alumno que, todo contento de sabérsela, levanta la mano para contestar. 

dijous, 18 de juny del 2015

el cas echevarría


...En este ámbito ya consolidado irrumpió Ignacio Echevarría, un joven filólogo de Barcelona que en relativamente poco tiempo se convirtió en el crítico estrella del diario El País. Como este libro no pretende ser una historia de la crítica española —y menos aún una biografía de Echevarría—, intentaré ceñirme a mis propósitos: señalar los excesos que puede llegar a cometer un crítico, basándose en una presunta primacía intelectual, y recordar los efectos nocivos que a la larga producen ciertas actitudes en la armonía del gremio literario. Dado que el azar quiso que Echevarría y yo estudiáramos en el mismo colegio, podría trazar un perfil bastante certero de sus orígenes y educación. También de su formación universitaria y hasta de sus preferencias culturales, porque como bien dijo Marcos Ordóñez, “todos los que leemos hemos leído lo mismo.” Y Echevarría no era la excepción. Pero yo prefiero destacar otra cosa. Durante su primera juventud Ignacio Echevarría fue un tipo culto, educado y bastante cordial. Amparado en su aire a lo Peter Handke, era un devoto de la literatura y no necesitaba a simple vista saciar ningún afán de protagonismo. No respondía al perfil del estudioso alejado de los asuntos terrenales y menos aún un tipo con limitaciones de carácter para relacionarse con ninguno de ambos sexos. Retrospectivamente uno se lo imagina como un sólido profesor universitario que encandila a sus alumnas, o un brillante ensayista, e incluso un narrador de perfil intelectual. A lo Claudio Magris. Con estos antecedentes tan civilizados no era fácil reconocer al serial killer que llevaba dentro. Por eso muchos nos quedamos totalmente fuera de juego cuando se parapetó con su kalashnikov en la atalaya de El País y se dispuso a vaciar los cargadores. Semana tras semana.
(...)
Echevarría no tardó en adoptar el papel de ángel justiciero que no abandonaba la espada flamígera ni para tomarse una ducha. No pongo en duda que la mayoría de sus argumentos fueran sólidos y a menudo convincentes. La inteligencia tiene esto: deslumbra, hechiza, cautiva a propios y extraños. Pero si se emplea con fines destructores —no hablo de fines analíticos, quede claro, sino destructores—, la inteligencia vale poco. En realidad no vale casi nada porque entra en conflicto con la ética… No con la ética del crítico, sino con la de la persona que debería existir detrás y de paso con la sensibilidad de los otros. Además Echevarría comenzó a dárselas de ingenioso en el sentido de reír sus propias gracias. En este aspecto recuerdo una crítica corrosiva —una más— que dedicó a una novela de Jesús Ferrero. Creo que era El efecto Doppler. En ella Ferrero recurría a ese fenómeno acústico que se produce al paso de los trenes y lo empleaba como metáfora de la vida. Pues bien, la crítica de Echevarría llevaba por título “El mundo en Ferrerocarril”. Luego el degüello. He puesto este ejemplo tan evidente para sugerir hasta qué punto Echevarría fue creándose un personaje cuyos perfiles amenazadores se retroalimentaban a sí mismos.
(…)
Sus ataques no eran producto de un rapto de temperamento sino de algo similar a un plan de exterminio donde el objetivo era la pureza “étnica” de la literatura española, algo así como la Solución Final. Se trataba de barrer, de depurar, de construir un mundo nuevo donde primaran los mejores, o los que él creía los mejores. Pero resulta que aquellos paladines de la excelencia se aglutinaban sospechosamente en la editorial Alfaguara, perteneciente al Grupo Prisa, que era el propietario de El País. Es decir, sus jefes. En cierto momento Echevarría tomó conciencia de ello e intentó neutralizarlo. Obviamente su reacción llegaba muy tarde, algo así como el golpe de timón en el “Titanic”: habían sido demasiadas críticas ensalzando o perdonando a los suyos, a cambio de hundir casi siempre a los demás. Pero en su último año las cabezas de algunos autores asociados a Alfaguara, y por extensión a El País, comenzaron a rodar. Yo creo que Echevarría se hartó de ser cómplice de aquella farsa donde había sido el rey. Pero es sabido que los conversos son muy intransigentes y sólo aspiran a obtener cuanto antes el perdón de sus pecados. Como esto entraba en abierta colisión con los intereses editoriales del grupo Prisa, el crítico se situó peligrosamente en el punto de mira. El asunto no dejaba de tener su ironía, ya que tras haber eliminado a casi todos los autores de la competencia —algo que nadie de su grupo le reprochó nunca— le cogió gustó al friendly fire, es decir, a cargarse a los soldados de su propio ejército. No tuvo empacho en pegarle bien fuerte a nuestro común amigo Luis Goytisolo, pero Goytisolo siempre ha sido un caballero y no se lo tuvo en cuenta. Entonces llegó su demoledora crítica a una novela de Bernardo Atxaga, que era nada menos que la gran apuesta de otoño de Alfaguara. Mientras El País le dedicaba un amplio despliegue a la salida del libro, Ignacio Echevarría alcanzó su cenit de virulencia en las páginas de cultura del mismo periódico. Esta vez ya no hablaba sólo de una mala novela sino de un autor que era poco menos que un indeseable.
En honor a Echevarría debo reconocer que Bernardo Atxaga es uno de los narradores más sobrevalorados de nuestra literatura. Si en lugar de haber escrito en euskera lo hubiera hecho en castellano, difícilmente en sus inicios habría sido admitido en cualquier editorial importante del país. Pero en Euskadi no había otro. (…)

Miguel Dalmau  i Román Piña Valls. La mala puta. Réquiem por la literatura española. Sloper, 2014.

[Font: Patrulla de salvación]

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El cas Echevarría en cinc clics:
Aquí, la crítica d'Echevarría a El fill de l'acordionista (4|9|2004); aquí, la carta oberta que Echevarría va adreçar a Lluís Bassets, director adjunt de El País (9|12|2004); aquí, carta al director signada per setanta i tants col·laboradors, redactors i crítics de El País, preocupats per l'afer Echevarría (18|12|2004); aquí, la resposta de Malén Aznárez Torralvo, la defensora del lector de El País (19|12|2004) i aquí, la carta al director que Echevarría va publicar a El País l'endemà mateix. Punt i final.