diumenge, 12 de juny del 2022

el cervell del nen

 

El cervell del nen, Giorgio de Chirico, 1914.

Moderna Museet, Estocolmo

Fijémonos, por ejemplo, en uno de los cuadros más justamente célebres de la etapa metafísica: Le cerveau de l'enfant (1914). La iconografía de esta obra dejó huellas visibles en Max Ernst, y, como ha probado Rubin, incluso en Picasso; pero, por otro lado, se prolonga, en el propio de Chirico, en otros dos óleos de 1914 — Retrato de Guillaume Apollinaire y La nostalgia del poeta— y en dos cuadros posteriores: El filósofo poeta, de 1918, y El filósofo, de 1924. Precisamente el desarrollo iconográfico posterior permite percibir con más claridad el sentido de la pieza, o por lo menos la evolución del propio de Chirico respecto al motivo, inicialmente muy ambiguo, en ella abordado. Sin embargo, si vemos el cuadro sólo como obra aislada, su fascinación es tan innegable como su oscuridad, y sin duda nace en parte de ella, porque la escena, en sí, no es susceptible de exégesis ni puede traducirse a lenguaje distinto del pictórico. La única pista posible, aparte de la existencia plástica misma de la obra, podría venir dada por el título, pero precisamente el título parece haber constituido un escollo, ya que no he sabido hallar explicación de él en la abundante bibliografía sobre de Chirico. Sin embargo, el origen del título me parece evidente, y solo me queda la duda de si inicialmente le fue atribuido por el propio de Chirico o por André Breton, que pasó a ser más tarde y por bastante tiempo propietario del cuadro. En todo caso, cualquiera de los dos pudo hacerlo perfectamente, ya que creo innegable que procede de un texto familiar a ambos: Le bateau ivre, de Rimbaud, en cuya tercera estrofa leemos:


Dans les clapotements furieux des marées,
Moi, l'autre hiver, plus sourd que les cerveaux d'enfants,
Je courus!

De que la fuente sea ésta, no me cabe la menor duda. Ahora bien: ¿qué quiere decir esta frase, tanto el poema de Rimbaud como el cuadro de de Chirico? Pues no cabe dudar de que, en una y otra parte, ha de tener un significado preciso. Qué quiso decir Rimbaud no es cosa que pueda saberse fácilmente —aunque sin duda quiso decir algo muy concreto— ni, en el fondo, importa mucho aquí; lo que de verdad cuenta es qué pudo pensar de Chirico, o qué pudo pensarse en el ambiente en que se movía entonces de Chirico, acerca de las intenciones de Rimbaud en un poema que, en el París vanguardista de 1914, todo el mundo se sabía me memoria.
Para cualquier lector de Rimbaud, es imposible no relacionar estos versos del Bateau ivre con los que abren un poema de la misma época, Les Chercheuses de poux:

Quand le front de l'enfant, plein de rouges tourmentes,
Implore l'essaim blanc des rêves indistincts...

Es decir: nos hallamos ante la cabeza del niño, poblada por «rojas tormentas» (los piojos pueden ser simple metáfora, extensión o correlato de la agitación de la sangre y la fantasía, un poco al modo, si se quiere llegar a tal prosaísmo, del acné juvenil); para esta agitación «roja», la cabeza infantil pide el auxilio, «blanco» de los sueños, otro mundo de absoluto y de liberación  —pues es un «enjambre», múltiple, y se trata de sueños «indistintos»: pluralidad. Encerrado en este recinto interior, es evidente que el cerebro del niño ha de ser «sordo» al mundo exterior, y lo que nos muestra el cuadro de Giorgio de Chirico es precisamente el cerebro del niño.
La idea, tan extendida en una época, de que la figura masculina con el torso desnudo y los ojos cerrados que preside el cuadro representa al padre de Giorgio de Chirico me parece, no ya discutible, sino harto improbable. Por el contrario, lo que en el cerebro de un niño, así concebido, ha de aparecer no es sino, en la perspectiva de Rimbaud que de Chirico hace suya, el niño mismo convertido en vidente. En los ensueños y fantasías, el niño no suele verse a sí mismo como niño, sino como adulto, por la misma razón por la que frecuentemente el adulto en sus fantasías se verá luego a sí mismo como niño. Con los ojos cerrados  —atributo del vidente: filósofo, poeta, incluso concretamente Apollinaire— y, desde luego, sordo al mundo exterior  —que, por lo demás, se reduce a un retazo de cielo y unos fragmentos de arquitectura metafísica, en la que destaca lo que podría pasar por una parte de la «torre roja» del cuadro homónimo de 1913, de la colección de Peggy Guggenheim, de Venecia— el vidente, con los ojos cerrados, escucha su propio mundo, y manifiestamente, «lee» el libro cerrado que tiene ante sí, enlazando de este modo con la concepción de Baudelaire, que se halla en la raíz de la aventura simbolista de la que Rimbaud, el de Chirico metafísico y los propios surrealistas son continuadores:

Celui dont les pensers, comme des alouettes,
Vers les cieux le matin prennent un libre essor,
—Qui plane sur la vie, et comprend sans effort
Le langage des fleurs et des choses muettes!

según leemos en Élévation, el tercer poema de la edición de 1861 de les Fleurs du mal. Importa mucho hacer notar que todo ello era, para los interesados, moneda corriente: Rimbaud no podía desconocer el poema de Baudelaire, de Chirico conocía forzosamente —como cualquier persona en el ambiente artístico de París en que él se movía  —tanto el de Baudelaire como los dos de Rimbaud citados, con la misma certeza y naturalidad con que un pintor del Renacimiento o del Barroco conocía Las metamorfosis de Ovidio, uno de los libros que aparecen en el inventario de las pertenencias de Velázquez a su muerte.
La ya mentada genialidad del de Chirico metafísico consiste precisamente en ser el primer artista que da una existencia plástica deliberada y sistemática —y no tan sólo intuitiva, como la daba el aduanero Rousseau, aunque tanto el grado eventual de deliberación de Rouseau como su posible influencia en de Chirico se han debatido— al mundo del vidente. Otros habían representado símbolos o emblemas o figuraciones: tal fue la tarea de la pintura simbolista, y baste con recordar a Gustave Moreau. Pero, con el de Chirico metafísico, por primera vez asistimos, no al despliegue de visiones alusivas, sino a un mundo pintado de acuerdo con la lógica del sueño. Parafraseando las palabras del propio de Chirico respecto a su descubrimiento de la pintura clásica, otros artistas —eso vale tanto para Gustave Moreau como para Füssli o William Blake, y así hasta Arcimboldo o el Bosco— nos habían dado bellísimas «imágenes pintadas» del sueño; pero sólo de Chirico nos da la pintura del sueño mismo...

Pere Gimferrer. Giorgio de Chirico. Ediciones Polígrafa, 1988. 

 

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