dilluns, 15 de gener del 2024

biblioteques particulars


SERGIO C. FANJUL  
Si no tiene biblioteca, no le hagas el amor
El País
5|1|2024

 

Dicen que para conocer a alguien en profundidad basta con echar un vistazo a su biblioteca. También sirve husmear en su basura. A veces, la basura y la biblioteca son la misma cosa. No es mi caso, pero el otro día, cuando regresamos a casa, la biblioteca estaba completamente desordenada. Los ojos, acostumbrados a encontrar cómodamente cierto libro en cierto lugar, ahora rebuscaban perdidos. Las gamas cromáticas habían cambiado, así como la familiar sucesión de formas rectangulares. El desorden hacía que pareciera otra, de modo que al mirarlas, ¡oh!, me sentía un extranjero ante mi mismo.
Los pintores se lo habían currado durante toda la semana. La estantería de obra que recorre el pasillo, hogar de unos 2.000 libros, había sido desalojada para pintar y vuelto a alojar caóticamente, como si hubiera pasado un torbellino. Liliana (si es que aquella seguía siendo Liliana) se mostraba feliz con el nuevo aspecto del pisito, pero yo no sabía qué casa era aquella, ni quién era yo, ni de quién eran aquellos libros puestos de cualquier manera.
Es cierto que cada biblioteca se corresponde con su ser humano. Una precisa combinación de novelas góticas, manuales de ingeniería, poesía romántica y recetarios de cocina puede dar una precisa idea de la personalidad de su artífice con el mismo detalle que una hebra de ADN. Además, las bibliotecas, como las personas, van cambiando. No son los mismos libros de mi asilvestrado cuarto de adolescente, que los del decadente piso compartido de la juventud, que los del cálido hogar de padre reciente: esos que ya no reconocía en su nueva disposición. Una de las pericias de los que acumulan libros sin caer en el delirio consiste en saber dejar ir de la misma forma en la que se sabe acoger: así va mutando la biblioteca igual que muta uno.
En el relato Cómo me deshice de quinientos libros, Augusto Monterroso da cuenta de las dificultades para despedirse de los volúmenes, que muchas veces se hacen pegajosos, felices de que les paguemos el alquiler a cambio de posar de perfil en la estantería. Leí por ahí que la dimensión óptima para una biblioteca casera es de 300 ejemplares: cada libro recién llegado debe ocupar el hueco de otro libro saliente. Siempre 300, como los espartanos de las Termópilas. Bien podríamos leer los libros y deshacernos de ellos, pero los conservamos. Los motivos de nuestro apego irracional son varios: la función de las bibliotecas domésticas casi siempre es ornamental.

Uno de los grandes placeres que ofrece una biblioteca en casa no es tanto leer los libros como moverlos y admirarlos, observar esos lomos que se muestran al curioso, unir en la cabeza las ideas que proponen, pero sin tocarlos. Por supuesto, mostrarlos al visitante: hace unos años circuló un meme consistente en una foto del audaz cineasta John Waters y esta cita: "Si vas a casa de alguien y no tiene libros, no te lo folles". Ahondaba así en esta conexión propuesta entre el contenido de la estantería y la persona.
Durante esas visitas, haya sexo o no, en un porcentaje no desdeñable de los casos se preguntará si hemos leído todos los libros (como si para eso sirviese una biblioteca) y en otro porcentaje se intentará extraer un ejemplar con la falsa promesa de devolverlo. Seremos en este caso inflexibles, excepto si comienza la sobrepoblación libresca.
En una biblioteca casera, comprobé, no solo es importante el contenido, sino el orden, que es lo que al final se muestra a los sentidos. Ahora me veía en una disyuntiva. Podía volver a ordenar mi biblioteca como antes, con un predominio notorio de la poesía en los puestos más visibles, pero juzqué que eso supondría un ejercicio de paleontología intelectual. O podría ordenar los libros según intereses más recientes, dejando los estantes estrella a los ensayos sobre temas de actualidad (probablemente la no ficción sea el género más acorde con nuestro zeitgeist) y ciertas novelas contemporáneas que ya entraban directamente en el territorio de lo híbrido, lo transgénero (literario).

Contemplando la biblioteca desordenada, con el fuerte olor a pintura aún metido en las narices (y tal vez por ello), sentí miedo: quizás la relación entre la persona y la biblioteca fuera bidireccional y no es que yo fuese a ordenar los libros conforme a mi personalidad actual, sino que la manera en la que ordenase los libros ahora iba a condicionar mi personalidad futura.
Me temblaron manos y un libro, sin motivo, se cayó de un estante al suelo.

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