dilluns, 27 de gener del 2014

dret no escrit

I

Una viva emoción me embarga al trazar estas líneas. Estoy en la biblioteca de Clarín; reina un silencio denso, profundo, en toda la casa. No hay nadie en ella; todos sus moradores habituales veranean en lejanas aldeas.
[...] La casa de Clarín se halla en una callejuela apartada, silenciosa; a la izquierda, allá a lo lejos, se columbran, cerrando la perspectiva, unos álamos finos, suaves. Fuente del Prado lleva por título esta calle, y la casa del gran maestro está marcada con el número 3. 
[...] Clarín vivía en Oviedo en una calle céntrica, encaramado en un piso tercero; la casa que ahora recorremos no fue ocupada por él sino poco tiempo antes de abandonar el mundo: sólo once días pudo gozar —¡y en qué estado de espíritu!— de este sosiego. [...] La biblioteca fue trasladada rápidamente. «¡Ya la ordenaremos cuando yo esté mejor!», decía Clarín desde el fondo de su sillón, abatido, contristado, con la mirada vaga. Y no se arregló; puestos en desorden están los libros en sus plúteos; los periódicos viejos, las revistas descabaladas, los pedazos de volúmenes desencuadernados, asoman a trechos entre los lomos de volúmenes grandes y chicos. La biblioteca no recibe la luz de ninguna ventana; la tenue claridad que se diluye en ella proviene de la ancha galería de cristales...

II

Ya hemos dicho que la biblioteca del maestro es una pieza casi sombría, llena de vaguedad y de penumbra. Las paredes forman un cuadrilátero perfecto; el pavimento es de tablas cerradas...antaño. Altos y sencillos estantes cubren los muros; en el testero destaca una mesa prosaica, vulgar, la eterna mesa de ministro sobre la cual se pueden escribir primores o sencillamente odiosos prefacios de leyes; detrás del sillón, en la pared, en un claro que deja la estantería, hay colgadas dos fotografías, que el maestro quiso tener siempre cerca de sí: una es el retrato de su hijo Adolfo  —en quien reviven las facciones de Clarín—; otra nos muestra la catedral de León con sus torres esbeltas —tal vez, a los ojos del maestro, sobre todo en sus últimos tiempos, un símbolo perenne—. En los estantes se amontonan, puestos precipitadamente y al azar, los libros. Casi todos estan desencuadernados; veo en una parte todo Renán, en edición definitiva; más lejos, las obras completas de Cicerón, el diccionario biográfico de Gubernatis, los Lunes de Sainte-Beuve; en otra banda, campean los libros de Gautier y Banville; entre dos novelas de Palacio Valdés, asoma un ejemplar manoseado, leído y releído, de la Iliada; Las flores del mal, de Baudelaire, también sobadas y resobadas, aparecen ante un montón de libros ingleses y latinos, sobre un velador.
[...] Yo voy curioseándolo y examinándolo todo: una sensación extraña, indefinible, corre por mis nervios. ¿Qué perdura aquí del espíritu del maestro? [...] Todos los papeles, apuntes y borradores del maestro han sido recogidos; Leopoldo —uno de los hijos de Clarín— los tiene guardados celosamente; en vano yo, entre este revoltijo de libros, busco y rebusco. «No hay nada» —pienso—. Y ya voy a marcharme  de la estancia, cuando mis miradas tropiezan con un diminuto cuaderno que se halla encima de la mesa, casi solapado entre unos volúmenes. Lo cojo: las tapas son de hule negro; sobre la cubierta pone: Notas; y una cinta, que fue de goma, cae seca y fláccida, cogida del reverso. Poco a poco, conforme voy descifrando las letras y las abreviaturas ilegibles puestas en las chicas páginas del cuaderno, mi emoción y mi asombro crecen.
[...] En este cuaderno, Clarín ha ido anotando, durante años, cosas diversas, prosaicas e indiferentes de su vida; parece que el maestro amaba este cuaderno (como se ama un bastón o un reloj que hemos usado muchos años) y que consigo lo ha llevado, a temporadas, largo tiempo...
[...] He cerrado el precioso cuaderno y me lo he metido en el bolsillo. Si vosotros hubiérais pasado vuestra vida estudiando las cosas menudas, triviales, sin importancia real, pero con trascendencia oculta, y si además de esto hubiéseis sido uno de los escritores a quienes más alentó y quiso el maestro, ¿no llegaríais a sospechar que este cuadernito estaba, desde la nebulosa, destinado a vosotros?
Yo lo he guardado ávidamente en mi bolsillo. No, no cometía un latrocinio; usaba de un derecho no escrito.

Azorín. Obras completas. Aguilar, 1947-48. Vol. VIII. P. 98-105.


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