divendres, 27 de novembre del 2015

llegir sense imatges


Sondeo a algunos lectores. Les pregunto si son capaces de imaginarse con claridad a sus personajes favoritos. Para estos lectores, los personajes a los que adoran están, por emplear la expresión de William Shakespeare, «corporalmente encarnados».
Esos lectores sostienen que la suerte de una obra de ficción depende de la autenticidad aparente de los personajes. Algunos van aún más lejos y afirman que sólo disfrutan de una novela si los personajes son fáciles de imaginar... 
Algunos lectores juran que pueden imaginarse perfectamente a los personajes, pero sólo mientras están leyendo. Yo lo dudo, aunque me pregunto si nuestras imágenes de los personajes son vagas porque nuestros recuerdos visuales son vagos en general.
[...] Cuando me obligo a ponerle cara a un personaje ficticio, la impresión no es de reconocimiento, sino de disonancia. Acabo imaginándome a una persona conocida. [...] Hace poco, mientras leía una novela, pensé que había llegado a «ver» con claridad a un personaje: una dama de la alta sociedad con los «ojos muy separados». Cuando después exploré a fondo mi imaginación, descubrí que lo que me había imaginado era la cara de una de mis compañeras de trabajo injertada en el cuerpo de anciana de mi abuela. El conjunto, enfocado con nitidez, no resultaba nada agradable. 
Con frecuencia, cuando pido a los lectores que me describan el aspecto físico de uno de los personajes clave de su libro preferido, lo que me explican es cómo se mueve en el espacio. (Gran parte de lo que ocurre en el mundo de la ficción es como una coreografía.)
Un lector me dijo que Benjy Compson, el personaje de El ruido y la fúria, de William Faulkner, era «torpe, descoordinado...».
Pero ¿qué aspecto tiene?
Los personajes literarios son físicamente imprecisos: sólo poseen unos pocos rasgos, y esos rasgos apenas parecen importar, o, mejor dicho, sólo importan en la medida en que contribuyen a refinar el significado del personaje. La descripción de los personajes es una especie de demarcación. Los rasgos del personaje contribuyen a trazar sus límites, pero esos rasgos no nos ayudan a imaginar realmente a una persona.
Es justamente lo que el texto no aclara lo que se convierte en una invitación para nuestra imaginación. Así pues, me pregunto: ¿imaginamos más que nunca —o más vívidamente— cuando un autor se muestra muy parco en sus explicaciones?
(En música, las notas y los acordes definen ideas, pero también lo hacen los silencios.) (P. 41-48)

Si no tenemos imágenes en nuestra mente cuando leemos, entonces es la interacción de las ideas  —las relaciones abstractas entrelazadas— lo que cataliza nuestros sentimientos como lectores. Suena como una experiencia no muy divertida, pero, a decir verdad, es lo que ocurre también cuando escuchamos música. Es en esta combinatoria relacional, no figurativa, donde radica una parte de la belleza más profunda del arte. No en las imágenes mentales de las cosas, sino en el juego entre los elementos...
Cuando escuchas música (música no programática), ¿lo que sientes queda rebajado en alguna medida por la falta de imágenes? Tú puedes imaginar lo que quieras mientras escuchas una fuga instrumental de Bach: un arroyo, un árbol, una máquina de coser, la cara de tu esposa...Pero no hay nada en la música misma que exija la presencia de esas imágenes en concreto. (Yo creo que es mucho mejor escucharla sin imágenes.)
¿Por qué es diferente cuando leemos una novela? ¿Tal vez porque en ella se invoca algún detalle o alguna imagen concreta? Esta peculiaridad cambia las cosas. Pero yo creo que sólo superficialmente. (P. 263)

Peter Mendelsund. Qué vemos cuando leemos. Traducció de Santiago del Rey. Seix Barral, 2015. 


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