dilluns, 29 de febrer del 2016

si et pica, rasca't


A medida que fue creciendo el número de libros publicados en los Estados Unidos durante el siglo XIX y principios del XX, los bibliotecarios se enfrentaron a un reto persistente que nunca desaparecía: fluía firme por la sociedad una corriente que quería prohibir los libros controvertidos.
Las acusaciones habituales eran amplias y subjetivas: obscenidad, indecencia o amenazas contra la moral pública. La lista es larga y diversa, yendo desde Fanny Hill de John Cleland (1748) —una novel·la sobre una «mujer de placer» inglesa que fue prohibida en 1821— a Una tragedia norteamericana, de Theodore Dreiser (1925) —la historia de un apóstata religioso en Misuri—.
Entremedias, Huckleberry Finn de Mark Twain (1884) fue prohibido en la biblioteca pública de Concord (Massachusetts) por lo que un crítico denunció como «tosco lenguaje». El uso de Twain del argot fue considerado como degradante y dañino, «una verdadera escoria [...] más adecuado para los barrios bajos que para la gente inteligente y respetable».
Estas campañas estaban por lo general encabezadas por organizaciones religiosas o personajes en posiciones de poder, y no tanto por los bibliotecarios, a quienes se había inculcado ese «espíritu bibliotecario» estadounidense que honraba la libertad intelectual (con límites, por supuesto).
No obstante, en 1905 la Biblioteca Pública de Brooklyn vetó tanto Las aventuras de Huckleberry Finn como Las aventuras de Tom Sawyer de su departamento infantil cuando la joven encargada de la sección mostró sus objeciones a las «ordinarieces, embustes y travesuras» de sus personajes. Por si esto fuera poco, «a Huck no solo le picaba, sino que se rascaba» y decía «sudor» en vez de «transpiración».
Contrario a esta decisión, Asa Don Dickinson (1876-1960), bibliotecario jefe del Brooklyn College, escribió a Samuel Clemens (1835-1910), creador de Tom y Huck, para que defendiera su obra ante la Biblioteca de Brooklyn. Clemens le respondió a Dickinson:
Me encuentro grandemente turbado por lo que me dice. Escribí Tom Sawyer y Huck Finn para adultos exclusivamente, y siempre me causa aflicción saber que a chicos y a chicas se les ha permitido tener acceso a ellos. La mente que se ensucia durante la juventud nunca puede limpiarse. Esto lo sé por mi propia experiencia, y hasta el día de hoy siempre he conservado una implacable amargura contra los desleales guardianes de mi juventud, quienes no solo me permitieron, sino que me obligaron a leer una Biblia sin expurgar antes de tener los quince años cumplidos. Nadie puede hacer eso y volver a tener un aliento fresco a este lado de la tumba. Pregúntele a esa jovencita, y se lo confirmará.
Con la mayor honradez me gustaría decir una palabra o dos en defensa del carácter de Huck, dado que así Ud. lo desea, pero la verdad es que en mi opinión no es mejor que el de Dios (en el Ajab y los otros 97) y el resto de la hermandad sagrada.
Si hay una [Biblia] sin expurgar en el Departamento Infantil, ¿sería Ud. tan amable de ayudar a esa joven a alejar a Tom y Huck de esa cuestionable compañía?
Tras leer la carta de Clemens —y con mucho rencor entre los bibliotecarios— la biblioteca llegó al arreglo de colocar los títulos en estanterías accesibles tanto a adultos como a niños. No obstante se corrió la voz de la controversia y la «gazmoñería literaria» de Brooklyn fue ampliamente criticada en editoriales y periódicos de toda la nación...

Stuart A.P. Murray. Bibliotecas. Una historia ilustrada. Traducció de José Miguel Parra. La esfera de los libros, 2014. P. 242-243.



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