divendres, 26 d’abril del 2019

colette vista per freund


A Colette le daba igual aparecer bella en las fotografías. Creo que lo que deseaba era fascinar. Con su mirada aguda y sus gestos concretos, era una actriz nata, que amaba el objetivo y entendía sus exigencias.
Las primeras fotos que le hice en color fueron en la primavera de 1939. Las ventanas de su apartamento estaban abiertas de par en par sobre los jardines del Palacio Real. Colette estaba tendida en su cama.
—Siempre trabajo echada —me confesó.
Utilizaba una mesa para enfermos, iluminada por una lamparilla velada por un papel de color malva, igual que las hojas en las que escribía. A primera hora de la mañana, su rostro estaba cuidadosamente empolvado. Llevaba su cabello crespo corto, con flequillo, que encuadraba sus ojos vivos y dramáticos como una corona de flores crepusculares. Su chal de color escarlata y su bata azul marino formaban una sinfonía de colores perfecta a ojos de una fotógrafa.
La retraté con el compromiso expreso de que nadie vería las fotos antes de que ella hubiera examinado y escogido.
Unos días después, vino a mi casa, acompañada por un hombre joven.
—Quédate fuera —le dijo.
Solas, estudiamos las fotos. Esperaba, un poco inquieta, su veredicto. Al fin, su rostro se iluminó con una sonrisa. Abrió la puerta con un gesto impetuoso.
—Entra, Maurice..., ya puedes mirar...
Maurice era su nuevo marido.
Trece años después, en 1952, volví a fotografiar a Colette por segunda vez. Celebraba su ochenta aniversario en MonteCarlo, donde vivía en el hotel de París, cuya decoración de relumbrón evocaba la época de principios de siglo y parecía salida de una de sus novelas.
—Hoy lo tengo todo: amigos, simpatía, éxito, pero ya no puedo caminar. —La voz de la escritora era quejumbrosa—. Desearía tanto ser joven..., cincuenta y ocho años..., ¡entonces era una mujer dichosa y apasionada!

Gisèle Freund. El mundo y mi cámara. Traducción de Palmira Freixas. Ariel, 2008. P. 95-96.



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