dijous, 2 de gener del 2020

les dues cares de george eliot


Decididamente debía tener un aspecto bastante particular. Los retratos de ella más conocidos —incluso los más abocados al parecido y los más despreocupados respecto a la elegancia del personaje y la grandeza de la apostura— fueron ejecutados o con mucho respeto o con excesiva piedad. Pues en verdad, aunque sus facciones no debían estar exentas de aquel interés que los retratistas de salón hubieron de mitigar o transformar para ennoblecer sus rasgos, debió ser muy fea: una frente deprimida y triangular, unas cejas en acento circunflejo, una nariz descomunal y unos labios protuberantes. «Una expresión de delicada satisfacción en una cara de caballo», escribió Henry James a su hermano William, el día que fue presentado a ella en su tertulia literaria. Una mirada sibilina, un tanto desconcertante, que parecía poner de manifiesto esa especie de sereno, discreto y apolíneo regocijo por el triunfo obtenido por la sensibilidad y la inteligencia en la lucha que emprendieron contra unos rasgos adversos.
Algunos contemporáneos suyos hubieron de contemplarla (y sufrirla) como una especie de nueva persona: la encarnación femenina de las virtudes intelectuales, uno de los primeros ejemplares de mujer intelectualmente emancipada, de conducta intemperante y poco convencional y que, como consecuencia de uno de esos misteriosos procesos de una sociedad que se atiene a sus reglas propias y se aparta de la de los hombres que la constituyen, no sólo viene a ocupar un puesto destacado en la vida cultural del Londres de entonces, sino que, sin necesidad de reclamar esa función, se erige en censor de ella: un censor con faldas, informado por toda la cultura de su tiempo, y que para recibir las nuevas ideas que se movían por el éter se recogía el pelo en dos moños sobre las orejas, a modo de auriculares.
En una antigua antología de la literatura victoriana existe —para contraste— una desconcertante fotografía de la escritora, tomada hacia 1870, que parece destinada a contradecir y burlarse de todos sus retratos académicos. De pie ante un pupitre y reclinada sobre un libro abierto, con unas lacias guedejas sueltas sobre sus hombros, vuelve hacia el operador una mirada de sarcástica complicidad, mientras, con una sonrisa que pliega el labio superior sobre los dientes, deja ver sin ningún recato una boca desdentada. Mi primera impresión cuando la vi fue que se trataba de una de tantas indiscreciones fotográficas; pero luego he pensado que en esa instantánea hay una confidencia, un gesto de burla —confesado solamente a un operador y una cámara que lo van a registrar sin los prejuicios ni la magnanimidad de los retratistas— hacia su propia imagen tópica —la intelectual avanzada y rigurosa, la metodista de modales  estrictos y elevada estatura moral—, la imagen por la que es conocida y que va a trascender hasta los manuales de historia literaria.
[...] En la vida de George Eliot hay un pequeño enigma que la crítica, ciertamente, no ha pasado por alto, pero que tampoco ha calibrado en toda su dimensión: esa doble vida, esas dos existencias simultáneas y contrapuestas: la intelectual metodista, de apostura rigurosa, ideas avanzadas e integridad de juicio en contraste con la artista veleidosa e impertinente que no tiene por qué dar cuentas de su conducta a nadie y que —en la intimidad de la alcoba— deshace sus apretados moños para liberar unas melenas de pelo cobrizo y brillante, paradigma de una juventud malvendida, cuyas gracias la mujer (en secreto) coloca muy por encima de la gloria que ha encontrado allí donde la niña no buscó nada. Eso es, una especie de fusión en una misma persona de Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán.
Una fusión así es fácil de suponer, pero difícil de imaginar. Porque semejante duplicidad no es normal ni frecuente, ni siquiera entre los apóstoles de ese inconformismo estético que en apariencia resume ambas actitudes, pero que en realidad las anula, al socaire de un antagonismo doctrinario que siempre da lugar a una conducta recia y única. Es preciso reconocer que no es frecuente encontrar en el mismo individuo el anhelo de virtud, el interés por la justicia, el orden y el imperio de la razón o de la doctrina, por un lado, y el culto a la belleza, tantas veces gratuita, injusta y arbitraria, por el otro; no es frecuente la capacidad para simultanear las leyes de bronce de un credo cualquiera con las normas y etiquetas de un gusto depurado o para hacer compatible un sistema muy preciso de ideas —sean o no avanzadas— como ese amplio, neutro y en cierto modo indiferente diafragma que el novelista debe abrir ante el contradictorio mundo que le rodea. Tan poco frecuente es que cuando una persona incorpora esa duplicidad todo un modo nuevo de novelar nace con ella.
[...] Ante el caso de George Eliot no puedo menos de pensar que la literatura es un juego siempre peligroso, que no se deja dominar por ningún otro y que, con harta frecuencia, suele jugar una mala pasada a quien trata de servirse de ella para otros fines que los artísticos. Aquella actitud, más docente que recreativa, aquella fiebre por la síntesis, la abstracción y la ciencia —todo lo que la fumarola romántica tenía de docta, profesoral e intransingente— entró desde el primer momento a formar parte del bagaje de George Eliot. Compuso todas sus obras a partir de una traza intelectualmente elegida, en busca de una enseñanza moral.

Juan Benet. «Las dos caras de George Eliot». A: La inspiración y el estilo. Seix Barral, 1973. P. 115-140. [La primera edició és de 1965, a la Revista de Occidente].


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