dijous, 26 de maig del 2022

sant jordi

 

EDUARDO MENDOZA
¿Me gusta Sant Jordi?
El Cultural
23|4|2022

Una de las (poquísimas) ventajas de la edad es ver cómo van cambiando gradualmente algunas cosas. Y Sant Jordi ha cambiado muchísimo. ¿Para bien o para mal? No hagamos spoilers. Mi primer Sant Jordi como autor fue en 1976. Una mesita, una silla de tijera y una pila de libros que apenas menguaba con el paso de las horas. En aquella época sólo firmábamos autores locales, lo que hoy se llama producto de proximidad. La publicidad era mínima, ningún periódico sacaba un cuadernillo de libros y la televisión, con un solo canal, no estaba para tonterías. De internet y de redes sociales, nada de nada. La jornada discurría con calma, al menos a ratos: eran los primeros años de la transición y algunos grupos aprovechaban la efeméride para manifestarse, con las consiguientes carreras, porrazos y alguna bala de goma que no hacía distingos entre autores, lectores y paseantes. Pero entonces, como ahora, Sant Jordi tenía una característica que lo distinguía de otras ferias del libro: se desarrollaba en una sola jornada y comprar un libro era poco menos que obligatorio.
Andando el tiempo, con estos ingredientes y la sobredosis de información, lo que había sido una festividad local, literaria, floral y un poco cursi, se convirtió en un fenómeno de masas; y los autores, en objetos de consumo, piezas de coleccionista, carne de selfi. Repito la pregunta inicial: ¿es eso malo? Yo creo que no. Por supuesto, los autores hemos salido muy beneficiados, y no sólo desde el punto de vista económico. La popularidad no nos ha aumentado el ego, cosa imposible, y es probable que uno acabe el día más humilde de cómo lo empezó, porque no importa cuántos lectores tenga en su cola, siempre hay alguien al lado que tiene más.
Todo lo que acabo de decir es anecdótico. Lo importante es esto: somos la primera generación de escritores que, si no se cierra en banda, tiene un contacto directo, continuo, abundante y transversal con sus lectores. Antes el escritor más popular (por ejemplo, Victor Hugo; por ejemplo, Dickens) recibía muestras de veneración. Pero de sus lectores no sabía nada. Su mundo se limitaba a una tertulia de café con sus iguales; lo que escribía lo echaba al viento y no percibía más eco que el de los aplausos y alguna carta de devoción delirante. Hoy sabemos quién nos lee, qué cara tiene, qué piensa, qué le gusta y por qué.
En los remotos tiempos a que me refería al principio, yo era una persona tímida y el barcelonés no era osado ni engreído en sus contactos sociales. La relación entre el autor que ofrecía humildemente su libro y el comprador que solicitaba humildemente una firma era de una exquisitez casi franciscana. Un leve intercambio de murmullos y sonrisas. Cuando empezó el mogollón y el compadreo, mi primera reacción fue de espanto. Me equivoqué. La relación siempre es cordial, afectuosa. Y los que escribimos intuimos por fin qué estamos haciendo cuando nos empeñamos en llevar la imaginación al papel. Quizá sea éste el pago más gratificante.

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