FERNANDO MUÑOZ
El carnet de la biblioteca
El imparcial
3|11|2022
Hacía mucho tiempo que no entraba en una biblioteca pública, deje de visitarlas en algún momento impreciso hará unos treinta años. Me refiero a bibliotecas municipales. Entretanto he visitado algunas bibliotecas universitarias, pero hacía décadas que dejé de frecuentar las bibliotecas municipales. Iba allí a practicar la lectura forzosa que es un ejercicio tan doloroso, como gozosa es la lectura voluntaria. Quiero decir que iba a preparar exámenes, algo que sólo guarda un remoto parecido con el estudio.
Entonces las bibliotecas municipales, que recuerdo atestadas en período de exámenes, eran un lugar en el que se reunía una multitud de habitantes del extrarradio, cuyos domicilios eran ruidosos y/o minúsculos, demasiado pequeños para permitir la soledad y el silencio. Las bibliotecas municipales ofrecían un remedo de tan necesarias condiciones. Se exigía un silencio imposible, dada la multitud que se reunía en las salas, y sólo se alcanzaba un remedo mal cosido: un silencio suburbano lleno de susurros y crujidos. Era el efecto de la amortiguada vida social que se desenvolvía en aquellas salas de lectura, donde el incontenible aliento de la comunidad humana se expresaba en un murmullo cálido que, si no era óptimo para el estudio, envolvía al lector de una atmósfera humana, verdaderamente humana. La biblioteca quedaba al lado de un cine en el que los miércoles –día del espectador– podía uno permitirse una entrada barata. En las salas de aquel multicine nos encontrábamos muchos de los lectores habituales de la biblioteca. En esas condiciones no era posible recibir una educación aristocrática, pero era posible recibir una educación.
Sobra decir que vivía en la periferia de Madrid, en ese cinturón obrero de cuyo voto gozó durante muchos años la izquierda, más o menos socialista. En mi casa había espacio para el estudio, pero debía disfrutarse de una atención robusta, capaz de vencer solicitaciones adversas. Por mi parte, siempre pude preparar mis exámenes en casa, pero la biblioteca era casi toda mi vida social y no quise renunciar a ella.
Por otra parte, nunca preparé convenientemente mis exámenes, sino que me esforcé por practicar el estudio. Para ello traté de dotarme de las condiciones que lo hacen posible: silencio y soledad compartida. Naturalmente entiendo por estudio una forma de lectura atenta, parsimoniosa y lenta. Mejor cuanto más lenta, pero además incesante; de suerte que se convierta en segunda naturaleza: como el rumor ininterrumpido al que llegamos a ser insensibles, como la oración del corazón, como el sabor de nuestra propia lengua.
No soy propietario hoy de una gran biblioteca, pero sí de los volúmenes necesarios. No lograré dotarme del saber a la vez sutil y amplio del erudito, pero puedo escapar entre libros del fragor de este mundo sin mañana y puedo contemplar su ocaso sin melancolía. Ha sido un esfuerzo arduo y prolongado que ha valido la pena. Hoy, sin embargo, las circunstancias me han llevado de nuevo a una biblioteca de barrio, quiero decir: a una biblioteca municipal del extrarradio.
Hay menos vida y no hay más silencio. No podría ser de otro modo, tras treinta y tantos años de progreso. Esta impresión ha de ser inmediatamente moderada por la certeza de que entre estos viejos lectores de prensa escrita y estos jóvenes que todavía preparan sus exámenes –sometidos al régimen inflexible de las lecturas forzadas– se conserva el aliento real de una vida humana, verdaderamente humana. El peso real de los volúmenes y la actividad intensísima de la lectura no permiten el vuelo evanescente de las pantallas, la errática ligereza de una reflexión liberada. Aquí tiene lugar una actividad que disciplina y que sujeta. No hay en estas salas, desde luego, ningún héroe acreditado en los métodos de la gran atención, somos todos lectores más o menos solventes, pero no poseemos la capacidad de visión del sabio o del santo. Y, sin embargo, la presencia de estos espacios, allí donde toda vida espiritual ha sido arrasada, constituye un signo de esperanza. El ceño fruncido, los labios apretados y el dedo recorriendo los renglones de letra impresa ponen de manifiesto una tensión de la voluntad, un deseo corregido y orientado, una atención que se fija a la línea y se sostiene en ella. En estos espacios del arrabal, puede todavía escucharse el eco de la palabra. Forzados los más jóvenes y declinantes los más viejos, no hay la soberana libertad que exige el estudio, pero están todavía los métodos: la lectura atenta, la salmodia y la memorización, la anotación al margen que es la semilla de la escritura… Está todavía el remedo de la auténtica soledad y del silencio. Remedos y meros movimientos mecánicos, dirán algunos, pero la realidad es la plenitud de la presencia y el movimiento mecánico puede acabar encarnándose, es decir, haciéndose espíritu.
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