divendres, 2 de febrer del 2024

sense sostre

 

A pesar de estar buscándose el sustento, John siguió ejerciendo de guía conmigo, así que para cuando llegamos a nuestro destino me había puesto al corriente de un par de aspectos sobre la Biblioteca Pública de Portland. Según me dijo, era la biblioteca más antigua de Oregon y también un lugar en el que los vagabundos eran siempre bien recibidos. Me dijo que si no hablaba en voz muy alta o no me dormía en una de las sillas, los guardias de seguridad de la biblioteca no se meterían conmigo. Desde la perspectiva de John, eso los convertía en seres humanos más amables que los imbéciles que patrullaban por la estación de autobuses o por el centro comercial Galleria.

—Bueno, es una biblioteca bastante bonita —dijo John y cuando llegamos allí, minutos más tarde, comprobé que, como siempre, estaba en lo cierto. Era un edificio de estilo georgiano de tres plantas de altura, de arenisca, y ocupaba la manzana entera entre la Décima, la Undécima Avenida y la calle Yamhill. Estaba deseando entrar para librarme de la lluvia, pero antes de separarnos John me tomó el codo y me preguntó si sabría regresar solo al centro de acogida. Cuando le aseguré que sería capaz de hacerlo, me dijo que nos encontraríamos allí a las seis para cenar.

—Bueno —añadió—, llega un poco antes para registrarte y que te den una cama antes de cenar. En el centro de acogida te permiten dormir tres noches al mes. Bueno, pídeles también que te dejen tener un apartado de correos. Así los de la Seguridad Social podrán enviarte tu nueva tarjeta.

Le di las gracias por llevarme de un sitio a otro y le deseé suerte en su búsqueda de latas, después subí la ancha escalinata de la entrada y le eché un primer vistazo a la hermosa decoración de la biblioteca, un único espacio abierto con brillantes suelos de mármol y pulida madera de nogal. De repente, me sentí en territorio amigo. Mi madre me contagió su amor por los libros cuando era niño y durante mi infancia me llevaba una vez a la semana a la biblioteca pública, demostrando una fe en los libros bastante más consistente que la que evidenció en sus esporádicas apariciones en la iglesia los domingos. Pasear por entre las estanterías de una biblioteca siempre había sido mi manera preferida de pasar una tarde de lluvia. Lo cual me pareció muy curioso, dado que me encontraba en una ciudad, Portland, especialmente conocida por ser muy lluviosa.


 Peter Kaldheim. El viento idiota. Traducció de Juan Trejo. Paneta, 2019. P. 246-247.


Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada