diumenge, 30 de juny del 2024

res no és per sempre


Con mi padre nunca hablaba de libros, por eso me sorprendió tanto cuando, hace unos diez años, me pasó su ejemplar de Nada es para siempre, de Norman Maclean, y me pidió que lo leyera.

—Te va a encantar —me dijo—, es mi libro favorito.

El solo hecho de que mi padre tuviera un libro favorito era, para mí, una novedad que no quise tomar en serio. Por lo demás, ese título me sonaba a autoayuda, igual que la portada, tomada de un fotograma de la película de Robert Redford, aunque eso lo supe meses después, una tarde que ordenaba las pequeñas torres espontáneas de lecturas pendientes. Recién entonces supe que el título original de la historia de Maclean, y de la película en inglés, era A River Runs Through It. Confirmé en internet que Nada es para siempre era el título comercial de la película en español y que la crítica consideraba el relato de Maclean un clásico de la literatura estadounidense.

Ni siquiera la certeza de que A River Runs Through It era, en teoría, buena literatura, me hizo querer leerla. Recuerdo, eso sí, haber pensado luego, con curiosidad, en ese gesto de mi padre. ¿Por qué, en lugar de regalármelo para un cumpleaños o para Navidad, me había prestado su ejemplar? Quizás no era inmune al fetichismo literario; quizás quería que yo pasara por cada una de las páginas y frases y palabras que él había leído y subrayado, porque el libro tenía algunas frases subrayadas, lo que también, en cierto modo, me sorprendió.

 

[...] Durante un tiempo largo, tal vez dos años, mi padre siguió preguntándome si había leído su libro favorito y yo le contestaba que lo tenía en el velador y que en cualquier momento lo leería, y él volvía a pedirme que por favor se lo cuidara, que no lo perdiera, lo que en cierto modo estaba de más, porque él sabía que yo cuidaba los libros. Yo era el de los libros, al fin y al cabo.

 

[...] —¿Puedo pasar? —me dijo mi padre una mañana, por teléfono—. Estoy a cinco minutos de tu casa.

Era un viernes y yo no esperaba su visita. Tomamos café, hablamos un rato no recuerdo de qué. No era habitual tenerlo en casa, me gustó recibirlo.

—En realidad vine a buscar mi libro —dijo cuando en teoría ya se iba.

Empezó él mismo a registrar mis estanterías, como en la adolescencia, cuando se le perdía algo y se metía directamente a mi pieza a revisar mi ropero y yo temía que me encontrara la marihuana o mis diarios de vida. Me sumé a la búsqueda, medio nervioso, pero después de un rato le prometí que luego revisaría bien y le devolvería su libro cuanto antes. Respiré aliviado cuando mi padre se fue.

Esa misma tarde reanudé la búsqueda. Estaba seguro de haber relegado a Mclean a las hileras más próximas al suelo, peligrosamente cerca del montoncito de libros de los que solía cada tanto desprenderme —cuando me invitaban, por ejemplo, a un colegio, yo tomaba libros de ese montoncito y los donaba con algo de culpa, consciente de que no tenía gracia regalar lo que uno desprecia. Con muchísima vergüenza, concluí que sin querer había donado ese libro que mi padre me había pedido tanto que cuidara. Traté de comprarlo, pero era un ejemplar viejo, y de cualquier manera estaba el problema de las frases subrayadas. Tampoco lo busqué tanto, la verdad.

—No lo encontré, papá —tuve que confesarle un par de semanas después, me parece que para un cumpleaños de mi madre— Pero estoy seguro de que lo tengo. Además quiero leerlo.

—Si yo sé que no quieres leerlo —me dijo mi padre con inesperada jovialidad, como si el asunto careciera de importancia—. No quieres leerlo porque te lo recomendé yo.


[...] —Por fin leí el libro.
—¿Cuál libro?
—El de la película, Nada es para siempre.
—¿El que te presté y nunca me devolviste?
—Sí.
—Yo pensé que se te había perdido.
—No se me perdió. Me lo traje a México. Se lo llevo cuando vaya a Chile.
—¿Me puedes leer la dedicatoria? Es muy linda.
—Es que no lo tengo a mano.
—Anda a buscarlo, te espero.
Busco la dedicatoria en el Kobo, se la traduzco a mi padre, pero me aclara que no se refiere a la dedicatoria del autor, sino a la manuscrita, en la primera página, de sus amigos. Ahora creo recordar que sí había, en la primera página del libro, una dedicatoria manuscrita.
—No la encuentro —le digo, torpemente.
—No la encuentras porque no tienes el libro —me dice, aguantando la risa—. Yo lo tengo.
Comprendo que sabe que miento, pero me cuesta esclarecer la situación, hasta que me confiesa que él mismo tomó del living de mi casa el ejemplar perdido.
De manera que esa mañana en que fue de improviso a mi casa y registró las estanterías, mi padre sí encontró el libro. Solo pudo haber sido esa mañana, pienso. Se lo pregunto, lo confirmo. Le leo algunos pasajes de este mismo relato. Se parte de la risa.
—Fue una pequeña venganza  —me dice en el tono exacto de quien confiesa una travesura.

[...] —Me gustó muchísimo, en todo caso —le digo—. Y siento no haberlo leído a tiempo.
—¡Qué bien! —me dice, con sincero entusiasmo—. Sabía que te iba a gustar. ¿Y viste la película?
—No todavía, pero la voy a ver también.
—No la veas, es mejor el libro.

Alejandro Zambra. Literatura infantil. Anagrama, 2023. P. 205-218.


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