skip to main |
skip to sidebar
LA BIBLIOTECA pública, aunque pequeña y pobre, era magnífica para Francie. Empujó la puerta y entró; dentro tenía la impresión de hallarse en una iglesia. Le gustaba la mezcla de olores que había allí. Prefería el aroma de cuero gastado, el pegamento y los libros recién impresos a ese olor a incienso típico de las misas solemnes.
Francie creía que en esa biblioteca estaban todos los libros del mundo y se había propuesto leerlos todos. Devoraba un libro al día siguiendo celosamente el orden alfabético, sin saltarse ninguno, ni siquiera los más áridos. [...] A pesar de su gran entusiasmo, algunos de esos libros le resultaron realmente difíciles; pero Francie era una lectora de verdad y se había propuesto leer todo lo que estuviera a su alcance: clásicos, novelas, calendarios y hasta el catálogo del almacén. Algunas obras eran maravillosas, por ejemplo las de Louisa May Alcott. Tenía pensado leerlas todas de nuevo, una vez recorrida la lista hasta la letra Z.
Ahora bien, los sábados era diferente. Se daba el lujo de leer un libro sin seguir el orden alfabético, y pedía a la bibliotecaria que le recomendase uno.
[...] Se quedó ante el mostrador un buen rato, antes de que la bibliotecaria se dignara a atenderla.
-¿Qué deseas? - le preguntó con aspereza.
-Quiero este libro -dijo mostrándole el libro con las tapas abiertas y la tarjeta de registro fuera del sobre.
Las bibliotecarias habían enseñado a los niños cómo debían presentar su pedido para evitarse el trabajo de abrir centenares de libros y sacar otras tantas tarjetas todos los días.
Tomó la tarjeta, la selló y la introdujo en una ranura que había en el escritorio. Selló la tarjeta de Francie y se la entregó, pero ésta siguió esperando.
-¿Y bien? -preguntó la bibliotecaria, sin tomarse la molestia de mirarla.
-¿Podría usted recomendarme un libro adecuado para una niña?
-¿De qué edad?
-De once años.
Todas las semanas Francie hacía la misma solicitud y cada vez la señorita formulaba esa misma pregunta. Un nombre escrito en una tarjeta no significaba nada para ella, y como nunca había mirado la cara de la chiquilla, no conocía a la pequeña que solicitaba un libro al día y dos el sábado. Cómo le habría gustado a Francie una sonrisa, un comentario amistoso. ¡La habrían hecho tan feliz! Pero la bibliotecaria tenía otras preocupaciones, y además odiaba a los niños.
Francie tembló de curiosidad mientras la mujer estiraba el brazo debajo del escritorio. Fue leyendo el título a medida que el libro aparecía lentamente: Si yo fuera rey, de McCarthy. ¡Maravilloso! La semana anterior le había tocado Beverly de Grautark, y el mismo dos semanas atrás. El libro de McCarthy se lo había llevado sólo dos veces. La bibliotecaria recomendaba siempre esos dos libros; quizá porque eran los únicos que conocía, o figuraban en alguna lista de libros recomendables, o bien los consideraba apropiados para una niña de once años.
Betty Smith. Un árbol crece en Brooklyn. Traducció de Rojas Clavell. Lumen, 2008. P. 29-31.
Per Tutatis, aquest "Un árbol crece en Brooklyn"... de què carallu em sona?
ResponEliminaAgrairé alguna pista...
SU
Poc que ho sé pas, jo, pobra de mi! És una història d'aquelles d'immigrants, una mica com Les cendres de n'Àngela de Frank McCourt, però en bo. L'hauria d'haver editat Asteroide. Ho dic perquè va tenir molt èxit a Amèrica i després ningú n'ha tornat a parlar mai més de la Betty Smith. Ideal clubs de lectura.
EliminaT'he de dir, Mati, que m'ha recordat una mica el llibre aquest autobiogràfic de la Winterson... Però en vaig sentir a parlar abans...
ResponEliminaEn tot cas, gràcies per l'apunt i pel comentari!
Abraçada xafogosa però sincera!
SU