dissabte, 15 de febrer del 2014

discurs a la nació


LA MAYORÍA de los hombres ha aprendido a leer para servir a una conveniencia mezquina, como ha aprendido a usar los números para llevar las cuentas y no ser engañada en su negocio; pero de la lectura, como ejercicio noble e intelectual, poco o nada saben. En el sentido elevado del término, la lectura no es un arrullo lujoso en el que las facultades más nobles se duermen, sino, por el contrario, lo que nos mantiene alerta y nos exige nuestras horas más despiertas.
A este respecto, creo que, tras aprender las letras, debiéramos leer lo mejor de la literatura, y no pasarnos la vida repitiendo que la b con la a hace ba y otras construcciones monosilábicas, sentados siempre en las primeras filas de los bancos de la escuela. La mayoría de los hombres está satisfecha con saber leer o con poder escuchar a alguien que lee; muchos sólo han prestado oído a la sabiduría de un buen libro, la Biblia, y durante el resto de sus vidas se dedican a vegetar o a desperdiciar sus facultades con lo que llaman lecturas fáciles. En la biblioteca ambulante que pasa por nuestra ciudad hay una obra en varios volúmenes titulada Little Reading (*), que en un primer momento pensé que trataría sobre la ciudad del mismo nombre, en la que nunca he estado. Hay quienes como cormoranes y avestruces, pueden digerir este tipo de cosas, incluso después de un atracón de carne y verduras, porque no toleran que nada se desperdicie. Otros son las máquinas que proveen este forraje, ellos son las máquinas que lo leen.
Leen la enésima versión de la historia de Zabulón y Sofronia, y de cómo se amaron como nadie antes se amó, aunque el curso de su amor verdadero nunca corriera apaciblemente, más bien corrió, tropezó, cayó, se levantó y continuó...hasta que el pobre desgraciado subió a la torre, cuya aguja más le valdría no haber alcanzado, y entonces, tras dejarlo allí encaramado sin que hubiera necesidad, el feliz novelista decide tocar la campana para que todo el mundo acuda y pueda ver, ¡oh, Dios mío!, cómo consigue bajar de nuevo. Por mi parte, creo que harían mejor en metamorfosear a todos esos aspirantes a héroes del reino universal de la novela en hombres-veleta, tal como se disponía a los héroes en las constelaciones, y en dejarlos allí girando hasta que se oxidaran, para que no bajaran a molestar a los hombres honrados con sus chanzas. La próxima vez que el novelista toque la campana no me moveré, aunque salga ardiendo la iglesia. «Los brincos de Pie Ligero, un romance de la Edad Media, del célebre autor de Tra-la-la, Tra-la-li, venta por fascículos mensuales, gran demanda, no acudan todos hoy mismo». Leen todo esto con ojos como platos, inmenso buche y curiosidad primitiva, sin necesidad de matices ni sutilezas, como hace un escolar de cuatro años con su edición de dos centavos y cubierta dorada de la Cenicienta, sin progresos apreciables en la pronunciación, la entonación, el énfasis o la reflexión sobre la moraleja. El resultado es una mirada embotada, un flujo vital estancado y un desmayo general con pérdida de todas las facultades intelectuales. Esta especie de pan de jengibre se cocina diariamente en casi todos los hornos, y desde luego con mayor asiduidad que el pan de puro trigo o el de centeno y maíz, y encuentra un mercado mucho más amplio.
Los mejores libros ni siquiera los leen los así llamados buenos lectores.

Henry David Thoreau. Walden. 2a ed. Traducció de Marcos Nava García. Errata naturae, 2013. P. 110-112.

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(*) Pequeña lectura. Se trata de una antología de extractos de la literatura clásica y moderna publicada en Nueva York en 1827. El subtítulo del libro indica que su objetivo es instruir al lector, a través, fundamentalmente, de las Sagradas Escrituras.




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