Foto: Toni Coromina. |
Allò de l'altre dia a la rambla Hospital de Vic, la tala dels oms, vull dir, m'ha fet pensar en un llibre que vam llegir ja fa uns quants anys al club de lectura, Los anillos de Saturno, d'en Sebald, i me l'ha fet recordar perquè, si no vaig errada, en parlava, d'oms, i d'una greu malaltia que els afecta. Es diu grafiosi, també coneguda com 'malaltia holandesa'. Unes soques molt agressives del fong que provoca la malaltia, el Ceratocystis ulmi, van fer la seva aparició a Anglaterra l'any 1970 i van aniquilar la pràctica totalitat d'oms en un sant moment. Posteriorment, aquestes soques virulentes es van anar estenent per tota Europa, així que, com aquell qui diu, els oms són cars de veure i, per tant, si allò de l'altre dia a la rambla Hospital de Vic hagués set una tala indiscriminada (ho dic en condicional perquè no tinc prou informació, la veritat, tret d'haver contemplat en directe les soques, dites ara en el sentit de 'part inferior del tronc, que resta a terra amb les arrels quan es talla l’arbre', i assegurar-vos que, en general, llueixen un aspecte immillorable, exceptuant-ne un parell, que fan mala ganya), la cosa, deia, prendria proporcions de bestiesa descomunal. Barbàrie pura i dura. Soques en el sentit pejoratiu del terme, que el té.
He anat a buscar el llibre d'en Sebald. No anava errada; ho recordava perfectament bé, gràcies. Cap al final de tot. Encara és allà: l'extinció dels oms anglesos i, ja posats, la Gran Tempesta del 1987, no sé si la teniu present, una mena de cicló que va afectar el Regne Unit i que va deixar 18 morts i 15 milions d'arbres caiguts. Una autèntica escabetxada.
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«Aproximadamente desde la mitad de los años setenta, la disminución del número de árboles se ha acelerado a ojos vistas y, de forma especial, entre los tipos de árboles más frecuentes en Inglaterra, su número se ha reducido considerablemente llegando incluso a un exterminio casi absoluto. Alrededor de 1975, la enfermedad holandesa de los olmos, que había partido de la costa sur, había alcanzado Norfolk, y apenas habían pasado dos, tres veranos, cuando en nuestro entorno ya no quedaba un olmo vivo. Los seis olmos que cubrían con sus sombras el estanque de nuestro jardín se secaron en junio de 1978, al cabo de pocas semanas de haber desarrollado su maravilloso verde claro por última vez. Con una rapidez increíble, los virus recorrían las raíces de avenidas enteras y desencadenaban la contracción de los vasos capilares que en el plazo más corto de tiempo conduce al agostamiento de los árboles. Los escarabajos voladores que extendían la enfermedad lograron descubrir incluso los ejemplares aislados con una seguridad infalible. Uno de los árboles más perfectos que he visto nunca era un olmo de casi doscientos años que se elevaba solitario en un descampado, no lejos de nuestra casa. Ocupaba un espacio aéreo verdaderamente enorme. Recuerdo, cuando la mayoría de los olmos de la región habían sucumbido a la enfermedad, que él movía en la brisa sus incontables hojas, levemente asimétricas y finamente dentadas, como si la epidemia que había acabado con todo su género tuviera que pasar de largo por él sin dejar huellas, y recuerdo que después de apenas catorce días todas estas hojas al parecer invulnerables eran marrones y estaban retorcidas, y que antes de que llegara el otoño se habían diluido en polvo.
[...] En otoño de 1987, el país fue atravesado por una tormenta como aquí nadie había vivido jamás y a la que, según estimaciones oficiales, rindieron sacrificio más de catorce millones de árboles adultos, por no hablar del bosque bajo. Fue la noche del 16 al 17 de octubre. Sin previo aviso vino la tormenta desde el golfo de Vizcaya ascendiendo por la costa occidental francesa, cruzó el canal de la Mancha y, pasando por las regiones surorientales de las islas, se dirigió hacia el mar del Norte. Me desperté alrededor de las tres de la mañana, no tanto a causa del bramido creciente como por el calor en aumento y la presión atmosférica ascendente en mi habitación. A diferencia de otras tormentas equinocciales que he vivido aquí, ésta no llegaba en ráfagas intermitentes, sino en un único empellón de una persistencia regular, pero, por lo que parecía, cada vez más fuerte.
[...] En cualquier caso aún recuerdo que no confiaba en mis ojos cuando volví a mirar hacia fuera y allí donde antes chocaban ondas de aire contra la masa negra de los árboles, ahora no veía más que un horizonte vacío, macilento. Me parecía como si alguien hubiera abierto una cortina y yo estuviese mirando fijamente una escena amorfa que daba paso al infierno. En el mismo momento en que me percaté de la inhabitual claridad nocturna sobre el parque, supe que allí estaba todo destruido. Y sin embargo, confiaba en que el espeluznante vacío pudiera ser atribuido a otra causa, pues con el bramido de la tormenta no había percibido la más mínima alusión de aquel estampido que conocía de la tala de la madera. No me di cuenta hasta más tarde de que los árboles que se sostienen por sus raíces caían al suelo lentamente, y que durante tal imperativo de la caída, las coronas, que se habían enredado entre sí, no se destrozaban sino que permanecían casi intactas. Así es como secciones enteras de bosque han sido aplastadas como campos de cereales. Fue al amanecer, una vez que la tormenta, en cierta medida, se hubo apaciguado, cuando me atreví a salir al jardín. Estuve largo tiempo con un nudo en la garganta, en medio de la destrucción.
[...] Tan silenciosa fue aquella noche resplandeciente después de la tormenta, como penetrante la manera en que silbaron las sierras durante los meses de invierno. Hasta bien entrado marzo siempre había cuatro o cinco trabajadores ocupados en cortar el ramaje, quemar el sámago y arrastrar y cargar los troncos. Por último, una excavadora cavó grandes agujeros hacia donde empujaron las raíces principales, algunas de la dimensión de una carga de un carro de heno. De esta forma, en una verdadera revolución lo de abajo pasó a la parte de arriba. El suelo del bosque, en el que en primavera crecían eléboros, violetas y anémonas entre los heléchos y almohadones de musgo, estaba ahora cubierto de una capa de pesado barro. Sólo hierba pantanosa, cuyas semillas habrán estado en la profundidad quién sabe cuánto tiempo, salía a mechones de la tierra pronto completamente dura. La irradiación del sol, a la que ya no detenía nada, destrozó en un plazo brevísimo de tiempo toda la vegetación umbría del jardín, y con el tiempo la sensación de estar viviendo al borde de una estepa era cada vez mayor. Donde hacía poco tiempo al despertar el día los pájaros eran tan numerosos y cantaban tan alto, que a veces había que cerrar las ventanas del dormitorio, donde las alondras se alzaban por la mañana sobre los campos y donde en las horas del atardecer había momentos en que incluso se oía cantar a un ruiseñor desde la espesura, ahora apenas se percibía un sonido vivo».
W. G. Sebald. Los anillos de Saturno. Una peregrinación inglesa. Traducció de Carmen Gómez García i Georg Pichler. Anagrama, 2008.
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