divendres, 16 de setembre del 2016

el bar de les grans esperances


Explorando sin miedo los rincones más remotos del sótano, descubrí su mayor atracción, su tesoro secreto. Metidas en cajas, amontonadas sobre mesas, desbordando de maletas y baúles, había centenares de novelas y biografías, libros de texto y de arte, memorias y manuales de instrucciones, todos abandonados por las sucesivas generaciones y las ramas cortadas de la familia. Recuerdo que al verlos ahogué un grito.
[...] Muchos de los libros del sótano eran demasiado avanzados para mi nivel, pero a mí no me importaba. Me conformaba reverenciándolos antes de poder leerlos. Apilada dentro de una caja de cartón estaba la magnífica colección, encuadernada en piel, de las obras completas de Dickens, y como el bar que yo tanto respetaba se llamaba así, aquéllos eran los libros que yo más valoraba, y ansiaba saber qué decían. Estudiaba impaciente las ilustraciones, sobre todo una de David Copperfield —que tenía mi edad— en un bar. En el pie se leía: «Mi primera consumición en el pub».
-¿De qué va éste? -le pregunté al abuelo, alcanzándole Grandes esperanzas.
-De un niño que tiene grandes es...es... esperanzas -respondió él.
-¿Qués son «esperanzas»?
-Son una mal... mal... maldición.
Desconcertado, me metí una cuchara de gachas de avena en la boca.
-Por ejemplo yo -añadió-, cuando me ca... ca... casé con tu abuela, tenía grandes es... es... esperanzas.
-Qué bonito hablarle así a tu nieto -dijo la abuela.
El abuelo soltó una carcajada llena de amargura.
-Nunca te cases por el sexo -me dijo.
Seguí comiendo las gachas, arrepentido de haber preguntado nada.
Dos de los libros del sótano se convirtieron en mis compañeros constantes. El primero, El libro de la selva, de Rudyard Kipling, por el que conocí a Mowgli, que se convirtió en primo mío, tanto como McGraw. Me pasaba horas con él y con sus padres adoptivos, Baloo, el oso bondadoso, y Bagheera, la pantera sabia, que querían que Mowgli llegara a ser abogado. O al menos así lo leía yo: siempre le insistían a Mowgli para que aprendiera la Ley de la Selva. El segundo libro era un ejemplar desvencijado de los años treinta titulado Biografías relámpago. Sus páginas amarillentas estaban llenas de brevísimos relatos, y de retratos a plumilla de grandes hombres de la historia. A mí me encantaba su uso generoso de los signos de exclamación: «Rembrandt: ¡El pintor que jugaba con las sombras!», «Thomas Carlyle: ¡El hombre que dignificó el trabajo!», «Lord Byron: ¡El playboy de Europa!». Y me encantaba su fórmula, que me resultaba tranquilizadora: todas las vidas empezaban con penalidades y llevaban, inexorablemente, hasta la gloria. Durante horas yo miraba de tú a tú a César, Maquiavelo, Aníbal y Napoleón, a Longfellow y a Voltaire, y me aprendía de memoria la página dedicada a Dickens, santo patrón de los niños abandonados. El retrato de él que aparecía en el libro era la misma silueta que Steve había colgado sobre el bar...

J.R. Moehringer. El bar de las grandes esperanzas. Traducció de Juanjo Estrella. Duomo, 2015. P. 81-83.


2 comentaris:

  1. És com un títol de Modiano en versió optimista i a més tan clarament dedicat a aquest escriptor que l'Allau coneix amb precisió matemàtica.

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    1. Sí, però en la versió castellana, perquè el títol original és un pelet diferent: Tender bar.

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