dimecres, 22 de novembre del 2017

la biblioteca ideal


JORDI LLOVET
La utopía de las bibliotecas ideales
El País | Babelia
18|11|2017
La democracia diluye los dogmas y el canon cambia según las épocas y los lectores. Siempre fue así. Hubo un tiempo en el que Tennyson merecía más espacio en las enciclopedias que Flaubert

Preguntarse hoy por una “biblioteca ideal” resulta casi una utopía, además de un anacronismo: este es el daño que le ha hecho a la producción literaria la mercadotecnia y la falta de un conocimiento consolidado por parte del lector común en materia de literatura.
Es posible que en la Grecia del siglo V existiera algo así como una “biblioteca ideal”, como lo atestigua la colección, perdida en buena parte pero documentada, de la biblioteca de Alejandría. Salvo en casos de pérdida irremisible de muchas obras de la antigüedad, aquella biblioteca helenística debió de poseer lo que la tradición había llegado a considerar la gran literatura en lengua griega. Sucedió lo mismo en Roma, cuyos “rollos” de escritura, aun cuando fuesen de una calidad literaria menos homogénea que la griega, demostrarían que los rétores, los gramáticos y los filósofos tuvieron claro qué era lo que podía considerarse ideal —de acuerdo con baremos religiosos, estéticos, políticos y didácticos—, y qué debía ser considerado non classicus, es decir, de poca categoría.
También en la Edad Media resultaron vigentes varios criterios, además del que concibió el de Aquino, tan aristotélico —ad pulchritudinem tria requirintur: integritas, consonantia, claritas—, para considerar qué era lo bueno, o lo ideal, y qué lo secundario, gracias a la autoridad de la compleja red de valores propia de los largos siglos tardorromanos, y luego neolatinos, basada primero en la teología cristiana, y luego en el no menos poderoso código —a partir del siglo XII—, de la sociedad caballeresca y feudal. La producción de literatura era entonces tan escasa, y se encontraba tan anclada en modelos que, directa o indirectamente, procedían del dogma cristiano, que era poco concebible la creación de poesía, teatro o épica contraria a una ideología y unos mitos que, como la realeza, se hallaban por fuerza impregnados de símbolos y argumentos predeterminados e ineludibles. Las bibliotecas medievales —dejando a un lado los clásicos conservados por las órdenes monásticas y las casas nobles— fueron casi siempre representaciones de un mundo simbólico en el que tenían un papel muy poco significativo las muestras “heréticas”, paganas o no canónicas, de expresión literaria.
Solo a partir del humanismo, o a partir de fenómenos como la invención de la imprenta, el redescubrimiento de la grandeza de las literaturas griega y latina, la consolidación de las lenguas vulgares, la labor de los traductores o el contacto frecuente entre hombres de letras de países muy diversos, solo entonces, y de un modo progresivo, la literatura proliferó de un modo extraordinario; y los marcos conceptuales, o los “campos” de lo literario se volvieron tan distintos, que surgió por vez primera, en nuestra civilización escrita, una enorme disparidad de criterios, de géneros literarios, de asuntos y de públicos lectores u oidores de lo que empezó a constituirse, con mucha entidad y cada vez mayor autonomía, el ámbito universal de lo literario.
A partir de los primeros siglos modernos, el panorama literario presentó tal variedad de formas, de recursos y de regulación estética, que ya entonces podría haberse iniciado la disputa —tan poderosa durante el siglo XVIII— acerca de lo clásico y lo moderno, lo bueno y lo malo, lo ideal y lo rechazable. Cada vez más, escribir se convirtió en un trabajo independiente de nuestra herencia clásica, y los libros, cuando ya eran propiamente los códices asequibles que seguimos usando, respondieron a criterios desgajados de todo dogmatismo, proclives a satisfacer gustos distintos, amigos de la novedad y la singularidad. No cabe duda de que los clásicos grecolatinos, o la propia Biblia, siguieron aquilatando una gran parte de las literaturas modernas y contemporáneas —véase Moby Dick, de Melville, por ejemplo, e incluso Ulysses, de Joyce—, pero esta influencia, en el seno de producciones enteramente libres, pasó a convertirse en solo una referencia de autoridad, un vestigio agradecido del acervo antiguo.
Más varió aún el panorama cuando, en la época posterior a la Ilustración, las literaturas conocieron un despliegue de una osadía fabulosa —así las literaturas del Romanticismo—, los índices de alfabetización se multiplicaron de manera exponencial, y la lectura se convirtió en un hábito cada vez más extendido, más “democrático” y menos sujeto a cualquier forma de mitología colectiva o de dogmatismo teológico. Si todavía en los siglos renacentistas o en el Grand Siècle francés se pudo hablar de una “biblioteca ideal” o de lo que podía ser idealmente la “buena literatura”, parece claro que, entre el siglo XIX y nuestros días, la literatura rebosó por completo los márgenes de la tradición y lo “canónico”; de modo que actualmente no hay casi ninguna instancia que pueda arrogarse el derecho a establecer el listado de lo que llamaríamos “la biblioteca ideal”.
Harold Bloom presentó uno, muy famoso, en su libro El canon occidental, en el que, sin disimulo alguno, privilegiaba a la literatura inglesa, y a Shakespeare en especial, con la más absoluta tranquilidad. Una tarea así resulta siempre inútil, por cuanto existen, en nuestro continente, muchos autores y libros hoy poco leídos, pero de gran categoría, que durante un tiempo ascendieron al canon literario o cayeron de él por razones que suelen ser circunstanciales, ideológicas o partidistas. No hay más que ver la lista de los autores premiados con el Nobel de literatura para darse cuenta de que muchos de ellos subieron al Parnaso del canon literario —como pasó con el parnaso cervantino— para caer de él al cabo de pocos decenios, si no años: véase el caso de nuestros Echegaray y Benavente, o los casos de R.C Eucken (Alemania), W. Reymond (Polonia), o E.A. Karlfeldt (Suecia).
La undécima edición de The Encyclopaedia Britannica (1911, con dos volúmenes complementarios de 1920), en opinión de Borges la mejor edición de cuantas se han estampado de esta enciclopedia ejemplar, apenas sabía en esa fecha quiénes eran Flaubert, Melville o Hölderlin, pero dedicaba a Alfred Lord Tennyson, un poeta de autoridad muy relativa, doce columnas.
Basten estos ejemplos para comprender que las listas de una “biblioteca ideal” pecan siempre de alguna arbitrariedad y suelen tener un valor epocal, refigurado con el paso de los años gracias al número de ediciones y de lectores que puede llegar a poseer un libro, por la entronización de determinados autores a cargo de la academia o de colectivos fanáticos, o por el reconocimiento tardío de ciertos valores que han pasado siglos en el desván del olvido.
La academia, y con ella los programas de enseñanza de la literatura en escuelas y universidades, serían desde hace tiempo la única garantía de conservación de un criterio estético en relación con el mercado y la difusión de productos literarios. Invisible e ineficaz, cada vez más, la autoridad de esas instancias, lo que corresponde es suponer que cada lector posee hoy su biblioteca de excelencias. Así lo apreciaba ya Paul Valéry en una entrada de sus Cahiers, bajo el epígrafe “Obras maestras”: “No es nunca el autor quien hace una obra maestra. La obra maestra se debe a los lectores, a la calidad del lector. Lector ceñido, con finura, con parsimonia, con tiempo y una ingenuidad armada [...] Solo él puede conseguir la obra maestra, exigir la particularidad, el cuidado, los efectos inagotables, el rigor, la elegancia, la perdurabilidad, la relectura de un libro”. Valéry se refería a lectores muy capaces, como él mismo, pero es posible que, en estos momentos, ni siquiera existan esos finos lectores en términos generales. Por consiguiente, quizá deberíamos suponer que, para el lector común de nuestros días, no exista mejor biblioteca ideal que aquella que él ha leído con placer y que, en el mejor de los casos, en un gesto nuevamente benedictino, conservará en su biblioteca hasta la muerte.


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