divendres, 10 de maig del 2019

com vaig aprendre a estimar la crítica literària.


XANDRU FERNÁNDEZ
Cómo aprendí a amar la crítica literaria
ctxt
Revista Contexto
6|4|2019
Situación hipotética. Un prestigioso crítico literario en un suplemento cultural de prestigio firma una reseña demoledora de la novela que ha ganado un prestigioso premio convocado por una prestigiosa editorial. Las reacciones son de todo tipo. Sin ánimo de ser exhaustivo ni sistemático, tomo nota de las siguientes: a) Estupefacción: ¿cómo se atreve? b) Aplauso condescendiente: olé sus huevos, le doy dos días. c) Aplauso público: gracias por decir lo que todo el mundo piensa y nadie se atreve. d) Desdén ad hominem: anda que no aplaudió truños infames, el héroe en cuestión.
Lo real, en cambio, es que todos se conocen. Nuestro crítico hipotético forma parte de ese mismo sistema literario cuya decadencia ha reseñado con tanta finura. Un sistema literario fuertemente protegido, custodiado, vigilado y mimado en proporción inversa a su tamaño, pues se trata de un nicho ecológico muy eso, muy nicho, muy estrecho: todos se codean con todos, se ven todas las semanas, se llaman, se guasapean. Sus decepciones privadas son las que, al rebasar la copa, se convierten en duelos al sol. Se gastan los adelantos editoriales en cenas en las que participan todos. Constantino Bértolo lo radiografió con crudeza en su notable Cena de los notables y yo no puedo más que remitir al lector a esas páginas, en las que se inspiran, digámoslo ya, algunas de estas reflexiones.
Bértolo explica con precisión materialista lo que a otros les llevaría océanos de tinta oscurecer todavía más, a saber: en qué momento el productor de textos se convierte en una pieza importante de ese sistema literario y deviene, en consecuencia, escritor. Hasta el momento en que el productor de textos recibe la llamada de una editorial interesada en publicar su obra, esa obra, esa novela, ese texto es meramente eso: un texto. Desde el momento en que el autor recibe la llamada, y el consecuente adelanto de derechos de autor, su obra se convierte en mercancía. Pero ojo: la posibilidad de que los derechos de autor compensen la inversión de tiempo, materiales y conocimiento que generó esa mercancía es tan extraordinaria que no podemos considerarla ni el motor de la actividad literaria ni la razón de ser de su prestigio social. Toca despedirse aquí de Bértolo hasta los últimos párrafos de este artículo, donde retomaré sus argumentos. Pues lo que me interesa examinar es precisamente la motivación del escritor, las razones que lo mueven a hundir los dedos cada día en el idioma y amasar, moldear, espachurrar y romper cadenas de significados hasta hornear una cadena insólita, nueva y seductora.
Así es: el escritor en ciernes no quiere ser rico. Corrección: el escritor en ciernes querrá ser rico, pero no escribe para ser rico. Es de suponer que en algún momento acariciará la idea de recibir un cheque con tantos dígitos que le dará un infarto, pero no escribe pensando en ese cheque, soñándolo, anhelándolo. Tampoco escribe porque no pueda evitarlo. He conocido a muchos escritores de los que dicen escribir aun sin lectores, sin reconocimiento ni de sus más allegados, solo para sí mismos, solo para codearse en su imaginación con Cervantes y Faulkner. Lo siento: nunca pude creérmelo. Por mucho que el oficio de escritor tenga de competición contra el tiempo y las propias limitaciones, es una competición pública, donde siempre hay un otro al que ganar. Ese otro, es cierto, puede ser un muerto: nos medimos con Shakespeare, diría Harold Bloom. Pero la mayoría de las veces nos medimos con otros escritores vivos, aspiramos a hacerlo mejor que ellos, sea lo que sea lo que hagamos o lo que creamos estar haciendo.
Es un agón, correcto: competición en pista descubierta, combate a muerte social a cambio de reconocimiento y gloria. Bloom diría que combatimos por ingresar en el canon, y yo le daría con gusto la razón si alguno de los dos tuviera claro, a día de hoy, quién decide quién forma parte del canon y quién queda excluido. No puedo compartir la vesania de Bloom contra los departamentos universitarios porque ese es un lujo que solo pueden permitirse los que forman parte de un departamento universitario: si crees que las discusiones intramuros de las universidades contemporáneas siguen confluyendo en un topos uranos del que quedarán excluidos los intereses materiales y personales, deberías plantearte salir más del campus. La universidad no es ahora mismo el dispositivo emisor de certificados de pertenencia al canon, de hecho nunca lo ha sido, o solo ha coadyuvado en el reparto y siempre a posteriori y a regañadientes: epistemología de hechos consumados. En cualquier caso, no lo hace ahora, y no porque la universidad haya sido invadida por las fuerzas niveladoras del anticanon, por los teóricos del resentimiento, las huestes secularizadoras del misterio literario. No, más bien por lo contrario: la universidad es impermeable a los media, lo lleva siendo desde que se inventó la radio (no hay más que escuchar un programa de la UNED para comprobar que la contemporaneidad es tantas veces una ilusión), y, en cuanto a internet, es dudoso que las universidades puedan ocupar ese espacio sin hacerlo implosionar por burocratización. No, no es demasiada democracia lo que ha llevado a los departamentos universitarios a entonar el nunc dimittis en materia de cánones artísticos, es al revés, es su envarada desconexión con los dispositivos asignadores de carisma, competencia y eficacia lo que los ha inutilizado, al menos transitoriamente, como instancias valorativas.
¿Qué nos queda, entonces? Si probamos a adentrarnos en la mente ficcional de un escritor cualquiera, preciso será reconocer que ahí hay al menos un deseo de perdurar, de permanecer en cuanto nombre reconocible. Un personaje de Salinger explicaba que no era capaz de escribir una línea sin imaginarla impresa. Su mayor deseo no era vender su obra a un precio elevado, ni ganar el Nobel, ni salir en la portada del Time, sino verla impresa. En letras de molde. Ese es el asunto. De no ser por esa veneración del papel impreso, de la autoimagen en formato libro, podríamos empezar a pensar que hemos colmado las pretensiones de cualquier utopía literaria: internet nos permite a todos, absolutamente a todos, difundir nuestras obras a miles, millones de lectores potenciales. Y sin embargo nos da igual, y no solo porque el tamaño de la red sea tan grande que arrojar ahí tu obra y esperar que alguien la lea equivalga a lanzar al mar una botella y confiar en que la encuentren. A internet le falta un pequeño ingrediente para que esa utopía del hipertexto libre y gratuito se vuelva algo concreto, material, no un Mar de los Sargazos en el que bucean de cuando en cuando las editoriales en busca de un Bartual (¿se acuerdan?). Le falta la potencia atávica del libro. A día de hoy no hay (aún) un proyecto literario serio que pueda emerger fuera de la Galaxia Gutenberg.
¿Es posible, entonces, que la literatura se haya convertido en un residuo del pasado, esto es, una convicción, un hábito o un proyecto a duras penas compatible con nuestra época y por tanto inservible para intervenir en el intercambio de ideas y en la configuración social del mundo actual? No me hagan apocalipsis antes de tiempo. Motivo tienen para preocuparse los pintores, por ejemplo, o los escultores: artistas de artes que ya no lo son, oficiantes de oficios de otra época. Pero no los escritores, ni los músicos, cuyas pautas creativas siguen marcando el tempo de la innovación artística y configurando el gusto a pesar de (o gracias a) las más diabólicas innovaciones tecnológicas. La cuestión no es cómo hacer compatible el arte de escribir (y el de leer) con las coordenadas productivas y reproductivas del turbocapitalismo; la cuestión es si deberíamos hacerlo, si es un horizonte moral y político aceptable aquel en el que logramos armonizar la literatura con las exigencias del turbocapitalismo. Dicho de otro modo: ¿debemos dejar el canon en manos del mercado?
Ah, los viejos hábitos: ¿cómo que “debemos”? Como si fuera posible negarle algo al mercado: el mercado es alguien a quien uno no se atrevería a negar ninguna cosa que él se dignara pedirnos, parafraseando al señor Bennet. De hecho, ya se ha hecho cargo del canon, de mil y una maneras. Hasta las discusiones más relevantes sobre el canon han sido publicadas por editoriales prestigiosas y circulan en miles de ejemplares por las bibliotecas universitarias de todo el mundo, compartiendo espacio con copias mecanografiadas y hasta mimeografiadas (es increíble que el corrector aún me reconozca esta palabra) de tesis doctorales repletas de ideas innovadoras pero que no fascinaron a ningún editor importante y, por eso, nadie lee.
Más allá de las fragilidades del ego de cada cual, existe un componente de relativa injusticia en el hecho de que sea el mercado literario el que distribuya los méritos y las potenciales canonizaciones. Cierto que luego aparecen los críticos a poner un orden relativo, a modo de demiurgos del gusto, pero todos sabemos que esos críticos leen preferentemente las obras publicadas por las grandes editoriales de postín, esas que no tienen problema en enviar docenas de ejemplares gratis a los más variopintos rincones de la galaxia con tal de amarrar un par de reseñas favorables y que pueden permitirse el lujo de invitar a gente como yo a desplazarse quinientos kilómetros para comer con el autor a quien desean promocionar. Ya es más raro que el crítico bucee en el catálogo de editoriales modestas, “independientes” (si le parecen pocas comillas, coja unas pocas de aquí: “” “” “” “”). En términos ecológicos, el crítico es un depredador o consumidor secundario: se alimenta de lo que le dejan los depredadores terciarios y puede ser fácilmente devorado por estos. Los depredadores o consumidores terciarios son, evidentemente, las editoriales, que deciden previamente cómo posicionar su catálogo en los más prestigiosos suplementos culturales, a qué críticos hay que halagar, a qué crítico hay que hacer caer de su pedestal y, lo que ahora más nos interesa observar, qué presas quedan a merced del crítico y cuáles ni siquiera merecen obtener esa condición.
Me ha quedado un excursus demasiado largo: decía que hay un componente de injusticia en el hecho de que sea el mercado el que distribuya los méritos etcétera. También es cierto que el público lector conserva aún cierta autonomía, lo que no está claro es que seamos capaces de pensar esa autonomía en sus justos términos. Así, si el problema fuese solamente aquel que Roberto Bolaño enunciaba en “Los mitos de Cthulhu”, o el que Ben Marcus más recientemente formuló en un opúsculo magistralmente traducido y glosado por Rubén Martín Giráldez y cuyo título frustra nuestras expectativas de llegar al final de este artículo sin perder la cordura, a saber, el empeño del mundo editorial en plegarse a los caprichos de un público que solo demanda obras amenas, entretenidas, sencillas y realistas, si fuera así (cojamos aire), nuestro diagnóstico podría ser pesimista, agorero, catastrofista en términos de elitismo intelectual, pero habría que convenir en que el mercado se estaría adaptando a los deseos de las masas ,y quién les manda a las masas ser masas, ¿verdad? Yo sostengo, no obstante, que no es ese el asunto, en absoluto: ese público lector que demanda novelas amenas, entretenidas, sencillas y realistas ya no necesita que las grandes editoriales literarias satisfagan sus necesidades, de hecho nunca ha confiado en ellas para satisfacerlas. El asunto es por qué editoriales sólidas y prestigiosas, orgullosas de haber publicado a Juan Carlos Onetti y a Ana María Matute, a Toni Morrison y a Thomas Bernhard, se lanzan ahora a la caza del youtuber, de la estrella de televisión o de Instagram, como si la respetabilidad solo hubiera sido un trampolín para zambullirse en el fango, al revés que los cárteles del narcotráfico, modélicamente empeñados en lavar el origen de su fortuna.
¿Es posible que el llamado “sector del libro” haya caído en manos de gente que, efectivamente, no lee? Recientemente Héctor G. Barnés alertaba de lo normal que es que los agentes económicos del mundo de la cultura sean gente inculta. Es posible, al menos es verosímil, pero me faltan, lo siento, datos que avalen esa aseveración, más allá de la impresión subjetiva, la de Barnés o la mía. Desde luego, la verosimilitud de esa impresión es relevante: a nadie le extrañaría en absoluto que se viera confirmada en un hipotético estudio sobre los hábitos y conocimientos de los llamados agentes culturales del mundo del libro y de la música, no digamos ya de las llamadas artes, ARCO y esas movidas modernistas. De todos modos, aun partiendo de esa hipótesis, tenemos al crítico. Al crítico como “tribuno de la plebe” (hemos llamado a Bértolo otra vez en nuestro auxilio), aquel que relaciona la obra literaria con el bien común y que no es por tanto ni un mero mercachifle a sueldo de las editoriales ni tampoco un titiritero obcecado en adular a un público lector la mayoría de las veces puramente imaginario. Con todas sus limitaciones, el crítico hace las veces de “semáforo moral” del mundo del libro, igual que aquel tullido interpretado por Tom Waits en El rey pescador: tiene que ser su imagen la que le venga a la cabeza al director editorial cuando esté a punto de tomar una mala decisión. No es mucho, pero ayuda.
Lo que parece claro es que el canon puede reforzarse a golpe de chequera, pero que la chequera no puede comprar la pertenencia al canon. Ni un batallón de críticos a sueldo de la más poderosa editorial conseguiría poner a Ruíz Zafón a la altura de Faulkner, y no conviene olvidar que, en general, la mayoría de los críticos, aunque cene con los notables, sigue demostrando buen gusto, no me hagan inquisiciones antes de tiempo. Tampoco queda demostrado que las grandes editoriales puedan abdicar de su condición de expertas elevando a canónicas, literarias y artísticas a ciertas lecturas que en el mejor de los casos nos dejarían fríos: la solidez de una editorial, lo que la hace apetecible para el escritor en ciernes, es la de su catálogo. El escritor que empieza, y mucho más el que continúa, aspira a codearse con sus muertos favoritos y con los dos o tres escritores vivos a los que no consigue despreciar aunque lo intente: uno quiere publicar en Seix Barral por Don DeLillo, quiere publicar en Random House por Coetzee, quiere publicar en Lumen por Alice Munro, y quiere publicar en Anagrama por Vonnegut, etc. Uno arruga la nariz cuando comprueba que su editorial de referencia, o alguna de ellas, empieza a ser otra cosa, no demasiado diferente a Amazon, no mucho más tentadora que la autoedición o el anonimato relativo en el catálogo de una pequeña editorial de pulso artesano. Cuando el que arruga la nariz es el crítico y, además, lo dice, es que ha llegado el momento de resetear.

3 comentaris:

  1. Zappa sobre el declivi de la indústria musical:
    https://youtu.be/QpDNT3qSAhU

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    1. Ara me l'he mirat atentament. Que bo, en Zappa. Porteu-me un vell que fumi havans.

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