dilluns, 17 de juny del 2019

strindberg, bibliotecari


Hay bibliotecarios que entran en el mundo de los libros por vocación, y otros que lo hacen porque no tienen más remedio. Lo más interesante es que, muchos de estos últimos, acaban sintiendo la llamada al goce de la convivencia con los volúmenes de las bibliotecas. Este es el caso de August Strindberg, el sueco que más mereció el premio Nobel y nunca lo obtuvo. Su relación laboral con el universo de las bibliotecas se debió exclusivamente a razones económicas. Antes de cumplir veinte años, la estabilidad familiar desapareció por completo con la quiebra del negocio comercial de su padre, por lo que August tuvo que compaginar los estudios en la Universidad de Uppsala con diversos trabajos. Para él era muy importante salir del entorno familiar y vivir de sus ingresos, ya que el ambiente que reinaba en casa era bastante deprimente. Su padre se había casado con la que fuera años antes su criada y su amante, por lo que el vínculo entre ambos nunca fue de igual a igual, sino de amo a sierva. Además, el carácter autoritario del progenitor llenaba de miedos y traumas la relación con la esposa y con el hijo. Y para mayor complicación, el colegio de élite donde estudió August se convirtió en un infierno para él, porque sus compañeros pertenecían a la aristocracia sueca, y él era hijo de un comerciante y una mujer de servicio.
Primero fueron unas clases particulares y un puesto como maestro de enseñanza primaria, y luego varios trabajos distintos como periodista. Los necesitaba pero los despreciaba porque, para esa época, a pesar de su corta edad, ya había comenzado a publicar algunas obras y pensaba que su verdadera dedicación debería ser la literatura, materia excelsa en nada comparable a las otras serviles ocupaciones. Pero no rendía en los estudios, que eran una carga para él. Comenzó Medicina y después Letras, y a esos fracasos académicos se unió una nueva decepción: en la Real Escuela de Arte Dramático de Estocolmo no pasó de realizar algunos papeles secundarios que, lejos de darle notoriedad, más bien le granjearon una dudosa fama como actor.
[...] Fue así como solicitó un trabajo como bibliotecario asistente en la Biblioteca Real a finales de 1874. Sus credenciales no eran demasiado buenas: ni tenía estudios superiores ni experiencia en el sector. Era simplemente un buen lector, un escritor en ciernes y un periodista fracasado. Por ello, el acceso a ese puesto supuso para él una nueva humillación, ya que no pudo ser admitido con rapidez, pues necesitaba unos permisos especiales, al carecer de currículo para ejercer las funciones propias del cargo. Pero lo peor ni fue eso: si como maestro de escuela, ocupación que despreciaba profundamente, había llegado a ganar novecientas coronas anuales, como asistente de bibliotecario comenzó por ciento ochenta, dada su pobre acreditación, lo que significaba un problema no pequeño, ya que el alquiler de su habitáculo llegaba a las doscientas.
Por ello, trató de ganarse a su jefe inmediato para que le encomendara otros trabajos o le ascendiera de puesto, por lo que iba rotando de despacho en despacho, sin demasiada fortuna. De todas formas, ese quehacer le reportó satisfacciones invaluables, que tendrían una repercusión a largo plazo, cuando ya era un escritor conocido y podía vivir solo de su trabajo literario: en primer lugar, disponía de mucho tiempo libre para trabajar a su gusto en otras tareas diferentes a las del cargo como bibliotecario, y en segundo, tenía a tiro de piedra, para gozar a sus anchas, gratis y sin problema de horarios ni cortapisas para utilizar los fondos, todos los recursos, sin límites, de una de las grandes bibliotecas europeas, la Biblioteca Real de Suecia (Kungliga Biblioteket), que ocupaba un ala del Palacio Real.
[...] Una de las perlas actuales de esa biblioteca es precisamente la conservación en sus dependencias de todos los documentos personales de Strindberg, que permanecen allí debido a la estrecha relación que hubo entre el escritor y la bilioteca durante aquellos años setenta. Lo que en un principio fue para él un trabajo aceptado de mala gana y pésimamente pagado, se convirtió en la antesala del paraíso, porque pudo disponer a su antojo de todos los objetos valiosos de la biblioteca, y pasarse las horas muertas, que eran muchas, leyendo y escribiendo. En su novela autobiográfica Alegato de un loco (1887-1888) afirmó sobre ella que parecía «un depósito geológico de incalculable profundidad donde, como en un conjunto de piedras, una capa fue apilada encima de otra capa, dejando marcadas las sucesivas etapas llegadas allí, procedentes de la locura  o el genio humano». También la comparó a un cerebro gigante, y sus elogios hacia el alma intelectual y cultural del país se multiplicaron con el tiempo. Sin embargo, tuvo que protagonizar algunos sucesos desagradables, cuando el gobierno del país decidió trasladar la totalidad de los fondos a un gran edificio del parque de Humlegarden, donde se encuentra actualmente. En el periplo, rodaron por el suelo y se perdieron muchos ejemplares, algunos de ellos importantes.
La anécdota más interesante de aquella época fue la relativa al Codex Gigas. Además de su contenido religioso, histórico y literario, el volumen contiene un enorme valor para todos aquellos interesados en el ocultismo, el misticismo y la alquimia. Cuando Strindberg comenzó a trabajar en la biblioteca, no sentía ningún interés por esas ciencias, aunque sí por el famoso libro. Sin embargo, llevado de la mano por Gustaf Klemming, el bibliotecario jefe de la Real, con quien había trabado amistad, fue poco a poco entrando en aquel ambiente de ocultismo, del que Klemming hacía gala. Este era un espiritualista, mago y además discípulo de Swedenborg, el científico, filósofo, teólogo y ocultista sueco del siglo anterior.  Es de suponer que los dos bibliotecarios utilizaron juntos, para sus pesquisas, el libro Tokroliga anekdoter, publicado en 1858, en el que se contaba un relato acerca de la Real, en el que un portero de la biblioteca se quedó dormido y encerrado dentro de la sala de lectura. Mientras dormía soñó que los libros se movían a su voluntad, salían de los estantes y giraban en una danza macabra y vertiginosa. Los libros que se encontraban cerca de la Biblia del Diablo, comenzaron a moverse rápidamente, y el gran libro maldito se unió a la danza. Al día siguiente, el portero fue encontrado por sus compañeros lleno de terror y completamente loco. Nunca más se recuperó y tuvo que ser trasladado al manicomio. Quizá de ese cuento nació la costumbre, inaugurada e instigada por Strindberg y su jefe de biblioteca, de ir de vez en cuando a la biblioteca, ya muy entrada la noche, para leer la extraña Biblia. Strindberg tenía una llave del recinto y lo hacía con frecuencia, acompañado por sus amigos.
Al escritor le llamaba la atención, como luego a Borges y como también a todos los que han reproducido el mito de Fausto, la leyenda que circulaba en torno al origen del Codex Gigas. Se cuenta que un monje de Podlazice (República Checa) quiso expiar sus muchos pecados escribiendo el libro más gigantesco del mundo en una sola noche. Cuando fue consciente de que eso no iba a ser posible, a altas horas de la madrugada, pidió ayuda al diablo, el cual se la concedió, a cambio de estampar su figura en una de las páginas del libro y de quedarse con la propiedad del alma del monje. Aquel texto fue terminado, pero el monje se volvió loco, hasta que acudió a la Virgen, pidiéndole que le devolviera la paz interior perdida a consecuencia del pacto con el diablo. Ella lo perdonó, pero en el momento en que esa misericordia iba a tomar efecto, el monje murió sin ser absuelto de tan funesto pecado.
La influencia de Klemming y las historias relacionadas con el ocultismo y con el diablo crecieron en los años de trabajo de Strindberg en la Real, algo que tuvo buena repercusión en su obra literaria posterior. En los años noventa escribió su novela autobiográfica Inferno, escrita en francés y traducida al sueco por Fahlstedt, uno de aquellos amigos que iban con el escritor a leer la Biblia a la biblioteca en los setenta. En su novela, Strindberg muestra sus obsesiones personales sin ningún pudor: el ocultismo, la alquimia y el swedeborgismo se combinan con la paranoia y la neurosis. El narrador, aislado en París y lejos de su familia, realiza experimentos de alquimia y nigromancia que llegan hasta el extremo de ensayar un hechizo de magia negra con su hija en la distancia. En la conclusión del texto, el lector puede intuir que el infierno al que se refiere en el título no es un lugar sino una condición, y esta tiene que ver con la vida misma, la de este mundo. Asimismo, la lectura del texto completo nos da las pistas sobre la posible locura del narrador, que no es otro que el mismo autor de la novela escrita en forma de diario. De hecho, Strindberg había definido en alguna ocasión a la sociedad como un manicomio cuyos guardianes son los funcionarios y la policía. Un funcionariado al que odiaba porque no le permitió llegar a tener un cargo importante en la biblioteca. Suyas son unas palabras al respecto: «Para poder avanzar en la carrera de bibliotecario y obtener un puesto, debería haber enterrado a seis colegas, todos con buena salud
Strindberg no fue un buen bibliotecario, pero gracias a los libros de la Real obtuvo muchos temas que lo han encumbrado como uno de los mitos literarios de su país. Quizá, si hubiera estado más tiempo en aquella biblioteca magnífica y maldita, habría corrido una suerte parecida a la del monje que escribió el Codex Gigas. Le salvaron su desidia laboral, la necesidad de no hacer otra cosa que escribir y la buena salud de seis funcionarios reales.

Ángel Esteban. «El bibliotecario real. August Strindberg». A: El Escritor en su paraíso: treinta grandes autores que fueron bibliotecarios. Periférica, 2014. P. 335-345.

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