dimarts, 18 de juny del 2019

la poeta i l'assassí


JUAN CARLOS GALINDO
La historia del criminal que escribía como Emily Dickinson
El País
10|6|2019

“Mark Hofmann era el mejor falsificador literario de la historia. Pero también era un maestro manipulador de la verdad que sabía que la gente creemos lo que queremos creer y que la mayoría de nosotros somos confiados. Era como un virus para todo aquel con quien se ponía en contacto; atacaba y destruía sus defensas éticas y psicológicas. Era un genio maligno”. Así describe el periodista y escritor Simon Worral para EL PAÍS al protagonista de La poeta y el asesino (Impedimenta, traducción de Beatriz Anson), un true crime literario que relata la vida y fechorías de un maestro del engaño, un hombre capaz de imitar a la perfección la letra de 129 figuras literarias norteamericanas, de crear un poema de Emily Dickinson de la nada o de fabricar a principios de los años 80 los documentos que estuvieron a punto de destruir, desde dentro, los cimientos de la todopoderosa Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, los mormones.
Hofmann (Salt Lake City, Utah, 1954) vivía por y para la mentira. A los 14 años descubrió el sabor de la falsificación cuando hizo pasar por verdadera una moneda mormona de cinco dólares y engañar al Departamento del Tesoro de EE UU. Mormón renegado que se rebeló contra la fe y el autoritarismo de su padre, no se limitaba a crear documentos como La carta de la salamandra, un texto sagrado que fue avalado por las más altas autoridades de la iglesia, sino que sembraba la inquina entre las distintas facciones y rodeaba sus falsificaciones de un universo propio que las justificaba. Cuando los forenses del FBI quisieron certificar la autenticidad de estos escritos sagrados, utilizaron 17 firmas de documentos en posesión de los mormones: 14 de ellos eran falsificaciones vendidas con anterioridad por Hofmann. “Experimentaba un placer sádico riéndose de los expertos. La gente que trataba con él decía que nunca podías saber si estaba diciendo o no la verdad. Podía ser una cosa por dentro y otra fuera”, explica Worrall para ilustrar la capacidad interpretativa de Hofmann. “El mundo se ha perdido un gran actor y un excelente escritor”, añade.
Pero su gran creación, el hilo del que el autor de La poeta y el asesino tira para desentrañar esta enorme madeja de manipulación y mentiras, es el poema de Emily Dickinson que Hofmann escribe como si fuera la poeta y consigue hacer pasar por bueno. El manuscrito fue vendido por Sotheby’s en subasta en 1997 a Daniel Lombardo, coleccionista de la biblioteca de Amherst, el pueblo de Massachusetts donde Dickinson vivió toda su vida. Lombardo consiguió demostrar que era falso y que la casa de subastas le devolviera los 20.000 dólares que había pagado, pero no que lo reconocieran públicamente. Maestro de la autohipnosis, el falsificador usaba este método para que no le temblara el pulso y, con su propia tinta envejecida con peróxido de amonio, su papel y sus técnicas de tratamiento de materiales perfeccionadas en el garaje de su casa, engañar a todos.
Pero el envite con Dickinson iba más allá. Como él, la poeta era enigmática y con tendencia a la introspección. Vivió gran parte de su vida aislada en su casa, en una familia disfuncional, con escasos contactos con el exterior, escribiendo poemas en su escritorio, más de 1.700 de los que solo vieron la luz dos y en contra de su voluntad. El misterio dejaba a Hofmann un campo amplio que rellenar con sus historias. Pero también dificultades. Por ejemplo, en 1871, año en el que el falsificador sitúa el poema, Dickinson hacía dos tipos de ‘e’ dependiendo del lugar que ocupara en el texto. Hofmann lo clavó. “El mayor experto del mundo en la escritura de Dickinson, el profesor de Yale Ralph Franklin, creía que el poema era auténtico porque nadie podía conocer tan bien aquellos detalles”, explica Worrall.
Estructurado como un thriller en el que lo importante es el cómo y no el quién –se sabe desde el inicio– ni el qué –muy pronto se cuenta que Hofmann mató a dos personas con sendas bombas para encubrir su espiral de engaños–, Worrall va desmenuzando en el libro las peculiaridades de este mundo oscuro y cerrado donde unos pocos coleccionistas sin deseo de notoriedad se juegan el dinero y el prestigio en cada transacción. Durante años, creó verdadera fascinación entre los expertos. “Estar ante él era como acceder a un destello de la piedra filosofal”, aseguraba uno de ellos. Sin embargo, con sus falsificaciones, Hofmann arruinó carreras, segó vidas y tergiversó la historia. “Era un genio de lo que hoy conocemos como fake news. Habría encajado perfectamente en Cambridge Analytica, como espía de Putin o como redactor de discursos de Trump”, cuenta Worrall, fascinado por el personaje.
Hofmann, verdadero amante de los libros raros que fue atesorando una valiosa biblioteca de primeras ediciones de clásicos infantiles como legado para sus hijos, fue condenado a cadena perpetua tras una carrera suicida en la que iba aumentando su nivel de vida, lo que le empujaba a arriesgar más, mentir peor y terminar cometiendo fallos irreparables. Tras engañar 100 veces al detector de mentiras, confesó. Ahora ve desde prisión cómo su colección verdadera se deprecia porque nadie la quiere mientras que muchas de sus falsificaciones no han sido nunca expuestas porque los propios interesados (coleccionistas, la iglesia mormona o las casas de subastas) perderían demasiado con ello.

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