dilluns, 19 d’octubre del 2020

de títols (I)


Si un libro es un viaje, el título será la brújula y el astrolabio de quienes se aventuran por sus caminos. Sin embargo, no siempre estuvo ahí para orientar a los navegantes. Los primeros relatos, los más remotos, llegaron al mundo sin nombre ni bautismo. Nuestros antepasados dirían, por ejemplo: madre, cuéntame la historia de la niña que metió una montaña en su cesta, o: ¿Quieres escuchar el cuento de la grulla que robaba sueños?

Es seguro que en la época más temprana de los poemas y las narraciones escritas, no hubo una forma única de nombrarlos. Las listas de libros de las primeras bibliotecas de la historia, en el Oriente antiguo, mencionaban las obras por su tema. «Para rogar al Dios-Tempestad», se lee en una tablilla de arcilla encontrada en Hattusa. La siguiente entrada del listado dice: «Sobre la purificación de un asesinato». Con todo, el método más habitual fue usar las primeras palabras del texto: Enûma Elish (en acadio: «cuando en lo alto...». Como en los viejísimos catálogos de barro, también los Pínakes de la Biblioteca de Alejandría ofrecían listas de obras identificadas mediante la frase inicial. Todavía en la Roma del siglo I detectamos formas fluidas de nombrar los libros. Algunas veces se menciona la Odisea como «Ulises», anticipando veinte siglos a Joyce. Marcial llama a la Eneida «Arma virumque», y Ovidio  «Eneas prófugo». Aunque casi desaparecidas, estas fórmulas antiguas sobreviven en ciertos reductos: las encíclicas papales aún toman su título en latín de las palabras iniciales del texto.

Mênin áeide théa. Es hermoso el viejo modo de nombrar las historias por el comienzo, como si, sin querer, arrastrados por su hechizo, empezásemos ya a narrarlas. Italo Calvino rescató ese antiguo procedimiento cuando tituló una de sus más fascinantes novelas: Si una noche de invierno un viajero.

Los primeros títulos fijos, únicos e inamovibles pertenecieron a las obras teatrales. Los dramaturgos atenienses fueron pioneros en titular sus piezas, con las que competían en certámenes públicos y debían quedar a salvo de toda confusión al anunciarlas, promocionarlas o declararlas ganadoras. Prometeo encadenado, Edipo Rey o las Troyanas nunca tuvieron otro nombre o apellido. La prosa, en cambio, tardó más en adquirir títulos duraderos y, cuando los tuvo, fueron a menudo meramente descriptivos: Historia de la guerra del Peloponeso, Metafísica, La guerra de las Galias, Sobre el orador.

Por lo general, los nombres que los griegos y romanos dieron a las piezas de su literatura son escuetos, ajustados, desprovistos de ambición. Suenan monótonos, carentes de originalidad y burocráticos. Cumplen una función esencialmente identificadora. Casi sin excepciones recurren a nombres propios o comunes, sin conjunciones ni verbos —no encontramos nada comparable a El hombre que fue Jueves, de Chesterton, o Mientras agonizo, de Faulkner—. Ni los sustantivos ni la adjetivación tienen una gran densidad expresiva, y suelen carecer de cualidades poéticas —no encontramos nada parecido a Ancho mar de los Sargazos, de Jean Rhys, o La historia universal de la infamia, de Borges—. A pesar de todo, nos han legado un puñado de títulos misteriosos y destellantes en su sencillez, como Los trabajos y los días, de Hesíodo —que Alejandra Pizarnik reescribió en su poemario Los trabajos y las noches—; Vidas paralelas, de Plutarco; El arte de amar, de Ovidio —que Erich Fromm calcó—; o Ciudad de Dios, de Agustín de Hipona —que dió título a la trepidante película de Fernando Meirelles sobre las favelas de Río de Janeiro—.

En los tiempos de los rollos de papiro, el lugar preferido para anotar el título y el nombre del autor era el final del texto, la parte más protegida del libro rebobinado —el comienzo, en el exterior del cilindro, padecía un especial deterioro, y con frecuencia se rompía—. Fue en el formato códice donde el título conquistó la posición inicial, el rostro de los libros —y también se apoderó del lomo, su espalda—. Agustín de Hipona deja claro que ya en el siglo IV era habitual buscar esa información «en la página liminar», es decir, al principio, en el umbral del relato. Hoy es lo primero que leemos cuando el libro es todavía una incógnita, y esperamos que en menos de diez palabras defina su universo. Si el embrujo actúa, alguien levantará el libro de la mesa y querrá averiguar más sobre él.

 

Irene Vallejo. El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. 8a ed. Siruela, 2020. P. 357-358.


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