dilluns, 16 de maig del 2011

els llibres de lula (1)




Carson McCullers tiene veinticuatro años. Acaba de publicar su primera novela, El corazón es un cazador solitario. Con este artículo, McCullers responde a una pregunta formulada por el Harper’s Bazaar: ¿qué libros recuerda usted especialmente? La autora habla de un agujero en medio de las páginas.


Cuando aprendí a leer, enseguida me sentí atraída por las historias en las que se hablaba de comida. Recuerdo sobre todo una, a propósito de un chavalillo qule comía más con los ojos que con la boca, y que murió por haberse atiborrado de dulces, caramelos y una crema helada del tamaño de una montaña. En una de las ilustraciones se le veía vestido de marinerito, de rodillas en medio de todas aquellas golosinas, contemplándolas con ojos golosos. Yo le quería. Aún hoy, cuando tengo hambre, suelo darme un banquete ficticio, leyendo el Satiricón, Rabelais, Mr.Pickwick o las novelas de Thomas Wolfe.

En materia de ficción, los niños son tan poco sensibles a la desgracia como los griegos de la época clásica, pero sienten un inmenso respeto por el destino. Yo admiraba a los personajes que se apropiaban, de manera diabólica y escandalosa, de lo que los demás consideraban más preciado. Me sumía con pasión en todo tipo de catástrofes –naufragios, epidemias, masacres de indios-, que me helaban la sangre. Admiraba a los estafadores, a los gigantes sanguinarios, a todos aquellos que vivían al margen de una sociedad respetable. Me ponía furiosa cuando alguien castigaba a un simpático truhán pues, en un relato, la justicia me parecía la encarnación misma del aburrimiento. De entre todo aquel fárrago de historias de vaqueros devoradas en la tienda de la esquina, y de libros descubiertos en la estanteria de la biblioteca reservada a los niños, conservo un vivo cariño por los cuentos de Edgar Allan Poe, La isla del tesoro, Los tres mosqueteros y la colección completa de la revista Argozy.

Leí dos libros a escondidas. El primero me proporcionó una angustiosa y siniestra experiencia. Lo había comprado en Prisunic, como regalo de Navidad para mi hermano pequeño. Se llamaba El niño perdido. El apellido del autor comenzaba por una Z y sonaba extraño. Mi hermano leyó por encima las primeras líneas, que le parecieron muy aburridas. Entonces se le ocurrió hacer un agujero cuadrado en el centro de cada página, pero respetando la cubierta. El libro, que conservaba así la apariencia normal de un libro, se había transformado en realidad en el más seguro escondrijo de una moneda de diez centavos y de un asno de plomo. En ese estado me lo encontré la tarde que quise leerlo. Yo tenía diez años. Desde la primera página, sentí que iba a pasar algo espantoso y misterioso. Aquél no era del todo un libro para niños. Al principio había una escena que sucedía al borde de un estanque entre un tonto de pueblo y una criada, escena que tenía como consecuencia un bebé. La clave de aquellos acontecimientos desconcertantes parecía haberse perdido en el vacío del agujero central, haciendo mi lectura completamente desquiciante. Durante tres días estuve enviscada en aquel enigma, con una especie de curiosidad escalofriante. Aquél era mi primer contacto literario con el sexo, y durante mucho tiempo lo he asociado con las criadas y los asnos de plomo.
Mujercitas fue el segundo libro que leí a escondidas. Me sentí insultada cuando me lo regalaron, a causa del título, cuyo tono “de niña” me resultó insoportable: me hacía pensar en unas cajas de puros llenas de vestidos de muñecas, y en los dulces que las amigas de mi madre se pasaban unas a otras durante las reuniones del club de jardinería. Terminé por abrirlo, un domingo en que me moría de aburrimiento, y estuve leyéndolo un año entero sin parar. Pero como yo lloraba tanto, y con tantas gans, en la escena en que Jo se niega a casarse con Laurie, y en la de la muerte de Beth, tenía que leerlo por la noche, oculta en el fondo de la cama, para que mis padres no me descubrieran.

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