diumenge, 22 de juliol del 2012

la perfecció de la vagància


Llegan los calores de julio y por una especie de reflejo condicionado se me despierta la apetencia por las ficciones de mucho calado y larga duración. Durante el resto del año, la gula lectora está más influida por las obligaciones, aunque nunca hasta el extremo de forzarme a terminar un libro que no me guste mucho. Hay muchos más libros buenos de los que uno tendrá ocasión de leer en su vida, de modo que no queda tiempo para leer libros malos.
[...]  Pero es llegar el verano y esa promiscuidad lectora deja paso al alimento casi único de la novela: la novela larga y complicada, la novela que le exige a uno que se quede a vivir en ella, la que es como una casa de hondas habitaciones retiradas y como un viaje, como una de aquellas travesías antiguas que duraban semanas, como los viajes definitivos de los que precisamente tratan algunas de esas mismas novelas: el tránsito hacia la India de E. M. Forster, el viaje del Pequod, los siete años de retiro del joven Hans Castorp en La montaña mágica, el eterno viaje en tren a Siberia en medio del caos de los primeros tiempos de la revolución que es la espina dorsal de Doctor Zhivago, el del desdichado Lord Jim hasta los límites de la ignominia y la redención.
El calor y las novelas. La vagancia y las novelas. La lectura de novelas como la perfección de la vagancia. La literatura de evasión de máxima categoría. De un modo u otro, el tiempo se apacigua en verano, y aunque haya que trabajar parece que las obligaciones son menos agobiantes. En ese estado de espíritu, la gran novela despliega sus atractivos más seductores, y solo a través de la seducción ejerce sus efectos la literatura: la posibilidad de habitar temporalmente, conjeturalmente, en un mundo paralelo al de la realidad cotidiana, y de experimentar en él otras vidas que son ajenas a la nuestra pero que en su peculiar extrañeza se nos vuelven familiares. Se trata de un ejercicio intelectual de una sofisticación extraordinaria, y sin embargo está al alcance de cualquiera, y es tan propio de nuestra condición que los mayores expertos en él son los niños: jugar plenamente a algo, o a ser alguien, y hacerlo con toda convicción y a la vez sabiendo que se trata de un juego; saber que Jay Gatsby o Don Quijote o Yuri Zhivago o el Jim de Conrad no existen ni han existido nunca, y a la vez sentir una pena inmensa al leer sobre su muerte.
Antonio Muñoz Molina. "Longitudes de verano" A: El País. Cultura. 7/7/2012.


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