divendres, 3 de juliol del 2015

el personal de les biblioteques, segons el bibliòfil


El bibliófilo, a su pesar —malgré lui—, no puede poseer todos los libros que necesita y que desea leer y consultar. Se ve constreñido velis nolis a acudir a otras bibliotecas —normalmente públicas— para buscar lo que falta en la suya.
[...] En cada lugar hallará unas satisfacciones y se topará con unos problemas diferentes. En algún caso las trabas burocráticas podrán resultar exasperantes (menos mal que ya desaparecieron las célebres pinzas de uso obligatorio en la Nacional) y en otras todo serán facilidades. La mayor o menor comodidad del lector dependerá en parte del factor humano, del personal de las bibliotecas.
[...] Don Juan Valera catalogó una de las especies más rancias de la fauna ibérica: el clericus vulgaris hispanicus o clérigo vulgar hispánico. Pariente de este es otro que todos hemos padecido alguna vez: el funcionario casposo, ignorante, grosero, malabarista de moscosos, con sobredosis de cafeína, nicotina, gandulería, incompetencia, halitosis y mala leche; casi siempre el retrato se completa con la rijosidad, la baja estatura, la obesidad y la alopecia.
Por fortuna, el tipo descrito está en vías de extinción y medra especialmente mal en contacto con los libros. Las nuevas generaciones de funcionarios tienen mejor preparación y más ganas de trabajar. En el pasado ya podían darse anécdotas como la relatada por Huarte: «Allá por 1952, un subalterno de la Biblioteca Nacional que había tenido que servir en una jornada ocho o diez voluminosos manuscritos a un mismo lector, me comentó al cerrar la sala: "No es posible que se los haiga estudiau"». Hoy, lo peor que puede uno encontrarse en una biblioteca es alguna superviviente de la Sección Femenina, rematadamente inculta y a menudo chinchorrera, que trata con aspereza al usuario en general, y al bibliófilo en particular, por tener la desfachatez de ir a pedir libros y distraerla de su labor (de punto o similar).
El personal de las bibliotecas —por alguna razón que se me escapa— pertenece mayoritariamente al sexo femenino. En un mundo tan competitivo como el actual, las mujeres suelen tener mejor preparación y ser más profesionales que sus colegas masculinos, aunque a veces eso signifique un excesivo apego al reglamento, que casi siempre supone incomodidades para el usuario. Pero, por lo general, a mí me encanta ser atendido por mujeres, que habitualmente hacen bien su trabajo, cada una en su nivel (todos necesarios). Y, sin duda, los libros —al fin y al cabo, masculinos— también prefieren ser manipulados —en el buen sentido de la palabra— por unas delicadas manos femeninas.
Aunque los bibliotecarios están constantemente en contacto con los libros, como los bibliófilos, no se puede —ni se debe— pretender que los vean con la misma óptica. Si los sacristanes no oyen misa (y sospecho que en el Vaticano abundan los ateos), la mayoría de los médicos fuman, los magistrados saben mejor que nadie cuán injusta es la justícia, los profesores asistimos inermes a la victoria de la telebasura sobre la educación..., lo lógico es que los bibliotecarios vean los libros mayormente como un medio para conseguir el primordial fin de cobrar una vez al mes. Que nadie se rasgue las vestiduras, salvo si está pensando en tirarlas o desea ir a la moda de los sietes programados, que únicamente sienta bien a las veinteañeras neumáticas y restallantes.
El bibliotecario es custodio y curador de los libros, vive de ellos, son su profesión y no su hobby, así que no los verá con la veneración del bibliófilo, igual que el ginecólogo —salvo excepciones, que también las hay— examina con toda frialdad las zonas erógenas de sus pacientes, y más vale que así sea en uno y otro caso. El bibliotecario tiene que cuidar los libros y atender a unos variopintos usuarios, y a menudo los intereses de unos y otros no coinciden, así que se producen fricciones: por algo Manuel Carrión tituló unas páginas suyas «Bibliotecarios e investigadores o batalla campal de perros y lobos». Ahí se recuerdan las críticas de Azorín (en un artículo de 1905), Ortega y Gasset, el ministro Burell, Ramón Gómez de la Serna, Américo Castro, Cela, Amorós, etc., a la Biblioteca Nacional, críticas que hoy —me parece— no estarían justificadas. Quizá parte del problema estribe en que el bibliófilo —el usuario en general— no conoce con exactitud sus propios derechos, correspondientes a deberes del bibliotecario para con él, con lo que a veces no puede discernir hasta dónde llega la profesionalidad y dónde empieza el trato de favor (prueba de amistad), sin que ello implique, por supuesto, contravenir las normas, especialmente en lo tocante a la buena conservación de los fondos.

Francisco Mendoza Díaz-Maroto. La pasión por los libros. Un acercamiento a la bibliofilia. 3a ed. Espasa, 2006. P. 263-265.



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