dijous, 11 de maig del 2017

john kennedy toole inventa ignatius j. reilly


LA AVERSIÓN incondicional a los llamados best-sellers puede ser un prejuicio como cualquier otro, ni mejor ni peor que el que nos impide utilizar determinados adjetivos cuando escribimos una epopeya  o una carta ni menos irracional que el prejuicio que nos hace desconfiar de los vendedores de seguros a domicilio o de los testigos de Jehová a domicilio, pero al menos estaremos de acuerdo en que desconfiar por sistema de los best-sellers resulta un prejuicio bastante sensato que propicia además un excelente método de higiene literaria: nos negamos a leer aquellos libros que devoran masiva y emocionadamente nuestros contemporáneos —porque ya sabemos de sobra la clase de contemporáneos que nos rodea— y, de paso, nos resistimos a colaborar en esa complicada y moderna aberración según la cual la historia de la literatura la pueden escribir —aunque sea provisionalmente: luego suele venir el otoño de las glorias— los editores espabilados, los gacetilleros hipnotizados por el afán de novedades, los titubeantes entrevistadores de las revistas a todo color y la discretamente encantadora burguesía que compra libros en los grandes almacenes.
Uno prefiere creer antes en el sentido común que en el sentir colectivo. El hecho de que un libro sea leído por más gente de la cuenta no tiene otro efecto que el de convertir al libro en cuestión en sospechoso: de sobra conoce uno al género humano para ir confiando en sus inclinaciones artísticas y en su sentido lúdico.
De vez en cuando se habla de «best-seller de calidad» —o, más misteriosamente, de «best-seller culto»—, estableciéndose así una especie de jerarquía entre la patochada concebida para ser muy vendida entre el vulgo lector y el libro que, al margen de su concepción, resulta muy vendido entre el mismo vulgo lector y a la vez entre lectores de reconocida finura: algo así como el best-seller premeditado y el best-seller casual.
Hace unos años, La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, gozó de la vistosa función de fuegos de artificio que conlleva la consideración unánime de un libro como best-seller de calidad. Y debió de venderse como panes, no sé.
Ahora, al cabo del tiempo, cuando ya ha caducado su fulgurante actualidad y es, sin más, un libro como tantos otros (es decir, un libro del que ya no hablan altivamente los arrogantes eruditos en materia de novedades literarias), ahora, decía, ha caído en mis manos esta novela.
Lo voy a decir lo antes posible: se trata de una novela excelente. Hay en ella mucho de énfasis, de distorsión y de cochinería, pero no como defecto, sino como naturaleza misma del relato. Su protagonista, Ignatius J. Reilly, es un gordo malvestido, glotón, desaseado, onanista, ególatra, embustero y visionario, cualidades todas ellas bastante raras para dibujar un personaje novelesco soportable. Pero más raro resulta que, a pesar de la combinación de tanta repugnancia, Ignatius J. Reilly llegue a convertirse en un sujeto realmente simpático: un divertido mamarracho cuya particular guerra contra el mundo llega a parecernos un extravagante ejercicio de lucidez.
En todo momento, el lector de La conjura de los necios estará temiendo que el autor cargue la mano en los elementos paródicos más allá de lo tolerable, temor que se ve propiciado por las características de su personaje central: el excesivo Ignatius. La previsión, afortunadamente, se ve decepcionada: Kennedy Toole se mueve continuamente en el límite del disparate fácil, pero nunca más allá de él.
La galería de personajes secundarios es excelente: la borrachuza señora Reilly, el torpe agente Mancuso, la pornógrafa Lana Lee...Prácticamente, no hay personaje que no esté perfectamente dibujado y que a la vez no resulte fundamental en la ocurrente trama, concebida como una estrafalaria comedia de enredo en la que todas las piezas van encajando de manera tan truculenta como convincente.
Mención aparte merece el personaje llamado Jones, un negro que, en sus espaciadas apariciones, hace que se eche de menos una novela de la que fuese él el personaje central —siempre que, por supuesto, esa novela no la escribiese un discípulo de Faulkner, porque el pobre negro pudiera pasarlo bastante mal.
La acción transcurre en Nueva Orleans. Los escenarios que elige el autor —contando sin duda con la legendaria adaptabilidad de los personajes novelísticos a cualquier medio— pueden ser una fábrica al borde de la bancarrota, un cabaret de tres al cuarto o una fiesta de maricas.
Como casi todo el mundo sabe, John Kennedy Toole se suicidó en 1969, cuando tenía treintaidós años. El original de La conjura de los necios lo escribió hacia 1960 y fue rechazado por diversos editores —esa gente que presume de infabilidad cuando acierta. La tenacidad de la madre del autor consiguió que la novela se publicase en 1980. Al año siguiente consiguió el premio llamado Pulitzer.
(1991)
Felipe Benítez Reyes. «John Kennedy Toole inventa a Ignatius J. Reilly», a: Gente del siglo. Nobel, 1996. P. 177-179.

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