dimarts, 20 de març del 2018

lo-li-ta


TEREIXA CONSTENLA
Manual de instrucciones para leer ‘Lolita’
El País
11|3|2018

La novela de Vladimir Nabokov, clásico del siglo XX, vuelve al centro de la polémica en tiempos del #MeToo
Que hable Vladimir Nabokov: “Lolita no es una niña perversa. Es una pobre niña que corrompen (...) Y es muy interesante plantearse, como hacen ustedes los periodistas, el problema de la tonta degradación que el personaje de la nínfula que yo inventé en 1955 ha sufrido entre el gran público. No solo la perversidad de la pobre criatura fue grotescamente exagerada sino el aspecto físico, la edad, todo fue modificado por ilustraciones en publicaciones extranjeras (...). Representan a una joven de contornos opulentos, como se decía antes, con melena rubia, imaginada por idiotas que jamás leyeron el libro”. En 1975, durante una entrevista con Bernard Pivot en el programa Apostrophes al que acudió con las respuestas escritas y una tetera con whisky, Nabokov apostató de la Lolita encumbrada desde hacía más de una década por el cine y las revistas. La versión de Stanley Kubrick estrenada en 1962, con Sue Lyon de protagonista, se implantó en el imaginario universal como prototipo de la adolescente perversa capaz de enloquecer a un adulto, lejos del original de Nabokov, que insistía en aquella entrevista: “Fuera de la mirada maniaca de Mr. Humbert no hay nínfula. Ese es un aspecto esencial de un libro singular que ha sido falseado por una popularidad artificiosa”.
Más de seis décadas después de su publicación, Lolita sigue dando que hablar. Aunque las razones son otras. La escritora Laura Freixas, en un artículo en este periódico el pasado 21 de febrero, atacaba la novela: “Está escrita de tal modo que consigue hacernos olvidar que está mal violar niñas”. En un debate celebrado días después en EL PAÍS, añadía: “Ha sido interpretada muy ampliamente de una forma tal que justifica la violencia diciendo que es una historia de amor”. Freixas insistía en que su defensa de la libertad creativa no exime al autor de cierta responsabilidad ética.
“El arte tiene una extraterritorialidad en el terreno de la moral, que se la gana a pulso con la calidad”, sostiene José-Carlos Mainer, catedrático de Literatura de la Universidad de Zaragoza, contrario a que lo políticamente correcto impregne las lecturas sobre la creación. “Me temo que va a ser muy difícil que la historia de la literatura, del arte, resista el asalto combinado de la moral. Ya pasó con Savonarola, que en un momento determinado estuvo a punto de cargarse el Renacimiento en Florencia, pero es terrible que vuelva a suceder cuando tenemos una experiencia histórica de lo ocurrido”, reflexiona.
Lolita fue mítica desde el principio de los tiempos. Su primera versión se publicó en una editorial pornográfica francesa, Obelisk Press. Los cuatro editores estadounidenses a los que Nabokov envió copias rechazaron el texto. Según el novelista, tocaba uno de los tres temas tabúes para un editor de EE UU. Los otros: los matrimonios interraciales entre blancos y negros y las vidas felices de ateos longevos. Un asesor editorial vio en ella al “Viejo Mundo que pervierte al Nuevo” y otro a “la joven América pervirtiendo a la vieja Europa”. Hasta que llegó a manos de Georges Weindenfeld que, alentado por Graham Greene, compró los derechos en Gran Bretaña.
En el libro Un oficio de locos (Ivorypress), el editor le confía al periodista Juan Cruz que trazó una estrategia para fabricar un clima favorable a la publicación. Casi hubo una minicrisis en el gabinete británico: un subcomité tenía que decidir si perseguían o encarcelaban al editor o si autorizaban la circulación de Lolita. “Imprimimos el libro y enviamos tres copias”, rememoraba Weindenfeld. Les adjuntó una carta: “Si ustedes realmente piensan que es pornografía contra el parecer de estos expertos que dicen que es literatura de calidad, estoy dispuesto a parar la publicación”. Finalmente, por tres votos a favor y dos en contra, el texto vio la luz.
Entonces el dilema residía en la transgresión de una moral sexual aún estrecha, la de finales de los cincuenta, en una sociedad puritana. Hoy el debate se ha desplazado hacia la vocación de la obra: historia de amor o historia de pederastia y abuso sexual. “Ningún autor es responsable de la interpretación que se hace de sus obras. Los mitos se construyen por circunstancias ajenas al autor”, defendía el escritor Sergio del Molino en el debate con Laura Freixas. Y en un artículo escribió: “Lolita habla sobre la depravación, la perversión, la decadencia, la maldad, la soledad y América, entre otras muchas cosas”. “No es una apología de la violación”, insistía, “pero si lo fuera no habría que quemarlo en la hoguera”.
Tampoco la psicoanalista y escritora Lola López Mondéjar respalda las cortapisas artísticas, aunque “el creador debe saberse sometido a la crítica de sus contemporáneos”. En 2016 publicó Cada noche, cada noche (Siruela), donde ficciona la vida de Dolores Schiller, hija de Lolita. En su opinión, la obra de Nabokov es “la narración brillante y autojustificativa que un pederasta realiza sobre su incapacidad para resistir la atracción que experimenta por las niñas”. Ella distigue entre el libro y sus lecturas: “La recepción de Lolita obvió el abuso, olvidó el falso prólogo que abre la novela y que hubiera debido orientar su lectura y se regocijó con el deseo de Humbert, elaborando un mito que responde al erotismo oculto de muchos hombres”.
Nadie aventura lo que hoy diría Vladimir Nabokov. Pudiera ser una pista lo que escribió en 1956 al final del libro: “No soy lector ni autor de novelas didácticas y, a pesar de lo que diga John Ray [falso prologuista], Lolita carece de pretensiones moralizantes. Para mí, una obra de ficción sólo existe en la medida en que me proporciona lo que llamaré, lisa y llanamente, placer estético”.

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P.S.: Per a la meva sèrie 'Qüestió de principis':
«Lolita, llum de la meva vida, foc de les meves entranyes. Pecat meu, ànima meva. Lo-li-ta: la punta de la llengua fa tres passets per anar a petar, al tercer, contra les dents. Lo.Li.Ta.»
Vladimir Nabokov. Lolita. Traducció de Josep Daurella. Proa, 1995.

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