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No obstante, la biblioteca está allí, como un testigo. Desde su mecedora, no alcanza a leer las leyendas de cada lomo, pero a la mayoría de los libros los reconoce por el color o el formato o la encuadernación o el logotipo o también (y en eso es un experto) por sus signos de senectud. No se levanta a confirmar sus presunciones. Más bien le gusta adivinar, y si no acierta, bah, no pasa nada. Es la única gimnasia que le queda. Como un testigo. Aparte de los diccionarios, hay libros que nunca ha abierto (no son muchos), aunque en su momento los compró con la sana intención de leerlos, pero no les había llegado el turno, siguen haciendo cola. A veces pensaba que quizá en las vacaciones, pero en las vacaciones lo llamaban para cursos de verano, aquí o allá, y de nuevo a preparar textos, clases, seminarios, además de las valijas. Así y todo, siempre le había robado alguna horita al sueño para leer sin esquemas previos. Al fin de cuentas, la biblioteca es su verdadera autobiografía. Aquí y allá asoman libros que han estado ligados a algún hecho o a algún sentimiento, decisivos o triviales, de su vida. Nunca se decidió a colocar sus miles de volúmenes por orden alfabético de autores, de manera que si lo aluden es desde el caos...
Mario Benedetti. «El invierno propio». A: Buzón de tiempo. Alfaguara, 1999.
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