dimecres, 3 d’abril del 2024

els llibres del passat

 

Hace muchos años que perdí el gusto de la lectura de mis contemporáneos. Una desgana invencible, mezcla de desconfianza y desinterés, me paraliza frente a las novedades. Como vivo rodeado de gente que no lee otra cosa (a los clásicos ya los leyeron) y al ser yo mismo un escritor, un escritor contemporáneo (¿qué otra clase de escritor podría ser?) al que algunos leen, esta limitación me ha preocupado y la he mantenido más o menos oculta como un secreto vergorzante. Sospecho que mucha de la gente que me rodea en realidad no ha leído el Quijote o Macbeth o la Divina comedia, pero a ellos les resulta mucho más fácil ocultar su secreto, porque aun sin haberlos leído saben perfectamente de qué tratan esos libros, y hasta pueden hablar de su técnica y estructura, y sobre todo saben que son buenísimos. El juicio está decidido, y no hay más que decir. Mientras que sobre la calidad de la última novela de Don DeLillo o Michel Houellebecq está todo por decir, y al parecer hay mucho que decir, y mientras todos parlotean a mi alrededor yo me hundo en un silencio deprimido y culpable.

Sin embargo, aquí y allá he ido encontrando interlocutores que comparten mi preferencia exclusiva por los clásicos. (Debo decir que ninguno de ellos es escritor). Y el argumento con que justifican esta preferencia es siempre el mismo: el sentimiento, que es el mío, de estar perdiendo el tiempo cuando leen lo que se escribe hoy. No tanto por un prejuicio respecto de su calidad como por otra cosa, más general y definitiva, que querría examinar y explicarme.

La aversión a perder el tiempo se explica sola: la vida es breve, hay demasiados libros. El lector de novedades, en una carrera que nunca puede ganar, está solo frente a una multiplicación a la que contribuyen todos (todos son multiplicandos, él es un resultado erróneo y solitario). Con los clásicos, en cambio, la humanidad entera se ha puesto de su parte. El afán sistematizador de la humanidad viene produciendo desde épocas inmemoriales un gran aparato coordinado en todos sus elementos (la llamada "cultura", con o sin mayúsculas), y la lectura de los clásicos es la llave de esta empresa colectiva. La asiduidad de su práctica tiene por horizonte la promesa de "completar" individualmente el sistema, volverse un hombre-civilización; es una promesa lejana, pero así de lejanas son casi todas las promesas que nos hacemos.

De ahí surge la perpleja sospecha de que la lectura no era una actividad tan desinteresada como yo había creído. Ese mérito parecer quedar más bien del otro lado. Los términos con los que los lectores más sensatos han caracterizado los beneficios de la lectura (términos que sistematizó Barthes, a su modo), "hedonismo", "deriva infinita", "sorpresa", "placer", describen más lo que hace el volátil consumidor de novedades que la tarea del metódico lector de clásicos.

El sistema que se promete completar el lector asiduo es la literatura. Lo que se completa (y un lector perspicaz podría hacerlo leyendo apenas un puñado de libros) es la comprensión de lo que hace literatura a la literatura; una vez alcanzada esa iluminación ya no sería necesario leer todos los libros, o al menos ya no sería necesario leerlos buscando nada especial. Ahora bien, es un poco ingenuo creer que los mecanismos esenciales de la literatura están mejor expuestos en los mejores libros; de hecho estos son los que mejor los disimulan. ¿No se los podría encontrar igualmente en los libros contemporáneos, buenos y malos al azar? Si los clásicos resultan de un proceso de selección, el lector de literatura contemporánea no garantizada puede decir que está participando en este proceso, y está haciendo clásicos, mientras que nosotros, los lectores de clásicos, nos limitamos a consumirlos...

 

César Aira. «Los libros del pasado». A: La ola que lee. Artículos y reseñas 1981-2010. Random house, 2021. P. 275-277.


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