En el umbral del siglo XX, el bibliómano británico William Blades compró los restos de un valioso libro salvado de un naufragio escatológico. Cuenta Blades que, en el verano de 1887, un caballero amigo suyo alquiló unas habitaciones en Brighton. Encontró en el retrete unas hojas de papel disponibles para limpiarse. Las colocó sobre sus rodillas desnudas y, antes de usarlas con finalidad higiénica, paseó la mirada por el texto, escrito en letras góticas. Tuvo el presentimiento de un hallazgo. Emocionado, resolvió con prisa sus asuntos corporales y las minucias de limpieza, y salió a preguntar si había más hojas en el lugar de donde habían cogido aquellas. La casera le vendió los restos desencuadernados que quedaban y le contó que su padre, a quien le encantaban las antigüedades, tuvo en tiempos un arcón lleno de libros. Tras su muerte ella los guardó, hasta que se cansó del estorbo. Imaginando que carecían de valor, los dedicó a suministro para el retrete, donde estaban a punto de naufragar los últimos pecios de la biblioteca heredada. El libro que tenían entre manos resultó ser uno de los ejemplares más raros y escasos de la imprenta de Wynkyn de Worde, una obra titulada Gesta Romanorum en la que Shakespeare había encontrado inspiración para sus piezas teatrales. Solo quedaba imaginar los tesoros bibliográficos que estuvieron abasteciendo diariamente las letrinas de aquella pensión inglesa.
Irene Vallejo. El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. 8a ed. Siruela, 2020. P. 378.
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