dilluns, 3 de gener del 2022

boric, lector

 

GONZALO MAIER
S.E., el lector
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Hace unos días me preguntaron qué significaba tener un presidente lector y, como andaba de malas pulgas, dije "poco". Lo respondí sinceramente, pensando en un montón de brutos que se sacan fotos con un libro entre las manos o con una biblioteca linda detrás, pero después de un rato, cuando ya era tarde y mi respuesta valía poco, me acordé de un Boric joven, chascón y sin tatuajes que en la Cámara de Diputados tomó el micrófono para hablar de Lemebel cuando recién había muerto. El video todavía está en YouTube y, entre aplausos, pide que los niños lean a Lemebel en los colegios, aunque también dice que estaría bueno que lo hicieran la izquierda y la derecha, que todos ganarían volviendo sobre De perlas y cicatrices.
Varios años después, supongo, ese breve discurso se resignifica y de algún modo no sólo Lemebel llega a La Moneda, sino sobre todo un lector de Lihn, de Camus, de Teillier. Y eso no puede dar lo mismo, me digo. Mucho menos tener un presidente que garabatea poemas, que iba a clases con Óscar Barrientos Bradasic, y que, en alguna entrevista, dijo que si tenía un año libre se iba a dedicar a escribir una novela policial. Es raro —muy raro, quizá— escribir de un presidente recién electo en las páginas de cultura y no en las de política o de negocios. Es un detalle tan lindo que deja de ser detalle.
Es cosa de mirar la foto de Boric sentado en una silla, metido de cabeza en un libro, justo después de vacunarse. Si la vista no me falla, leía Mala lengua. Un retrato de Pablo de Rokha, que hace poco publicó Álvaro Bisama en Alfaguara. Ahí está su debilidad por la poesía chilena e incluso una pista que serviría para rastrear, apuesto, los gustos del futuro presidente, que en algún momento dijo que se calentaba con las primeras ediciones de De Rokha. El asunto puede parecer un chiste, una exageración teatral digna de una entrevista, pero esa es la política cultural que se necesita; una que esté viva, que mueva algo, que tenga un significado afectivo y sea algo más que un bostezo burocrático.
Hace unos años estaba en la casa de mi amigo Diego Zúñiga, echado en un sillón, sin ninguna expectativa que fuera más allá de mi cerveza, cuando un joven escritor llegó a revolver el gallinero y, sin esperarlo, terminamos apretados en un taxi rumbo a la presentación de un poemario de Germán Carrasco. Llegamos tarde y en el escenario, junto a Elvira Hernández, estaba el mismísimo Boric hablando de los versos cotidianos y hermosos de Carrasco.
Yo venía de vivir un tiempo afuera, y estaba algo desconectado, así que no me atreví a comentar nada porque tal vez era de lo más normal que los diputados chilenos hablaran de poesía. A mí me pareció raro, pero la sensación se deshizo al poco tiempo, cuando supe que en su oficina regional, esa a donde suele ir la gente a quejarse o a pedir favores, tiene un sistema de préstamo de libros. Quien va se puede llevar uno gratis y luego, cuando vuelve, trae otro. Alguien podría decir que es un trueque, pero apostaría que es un modo de entender la cultura.

 

        


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