dimecres, 19 de juny del 2024

fenomenologia


Un psicólogo cognitivo me dijo una vez que veía imágenes cuando leía, y que eran muy precisas. Para él, se trataba de algo obvio, y él mismo atribuía el placer que sentía al leer a la aparición de esas imágenes. Nunca había dudado de que a todo el mundo le ocurría lo mismo. Cuando le dije que yo no estaba tan segura de eso, se sorprendió mucho. Le expliqué que había pasado gran parte de mi vida en los libros, y con mucho placer; que nunca había podido pasar más de dos días sin ir a una librería, pero que en mi mente no surgían imágenes precisas, que yo no montaba un espectáculo. Me miró con suspicacia, como si dudara de mi cordura.

Entonces me puse a investigar un poco entre mis familiares: sí, claro, ellos veían imágenes, e incluso con todo lujo de detalles, me respondieron sin pensárselo siquiera. Lo mismo me dijeron la mayoría de aquellas y aquellos a quienes les hacía esa pregunta después de una conferencia. Para tranquilizarme, me acordé de Jeanne Benameur, quien, durante una jornada de estudio, había relacionado el hecho de que a algunos niños no les gustara leer con su dificultad para evocar imágenes; así que yo no era la única, aunque a mí sí que me gustaba leer. Y no sentía que eso me supusiera un problema. Por suerte, terminé encontrando un poderoso aliado: alguien tan visual como Jean-Luc Godard decía que rara vez veía imágenes al leer. De lo contrario, precisó, sería un mal cineasta y un mal lector. «¿De qué sirve ver a una joven apoyada en la almohada al leer Albertina desaparecida? Si yo viera imágenes, en el sentido en que lo entiende Paris Match, también sería un mal lector. Solo Lelouch puede imaginar planos mientras lee Los miserables». La maldad de Godard me permitió desquitarme del psicólogo cognitivo.

[...] Al releer La prisionera de Proust, he tenido la oportunidad de volver a darme cuenta de eso. No me imagino absolutamente nada de los lugares mencionados ni de la casa del narrador ni de la habitación en la que se hospeda ni de la de Albertine ni de los volúmenes, los cuadors de la pared, las cortinas, los muebles, las alfombras ni los adornos que hay en esos sitios. Solo la escena del cuarto de baño contiguo a la habitación de Albertine me sugiere una representación muy vaga, fugaz, brumosa.

[...] No «veo» nada y, sin embargo, en esta obra, todo me encanta; por ejemplo, la evocación de los ruidos de los comerciantes callejeros: igual que no veo, tampoco escucho nada, pero hay toda una atmósfera, la de una ciudad desaparecida hace mucho tiempo y cuya existencia yo ignoraba, y esa ciudad revive, surge, sin que esto se traduzca en imágenes definidas. [...] No se trata de algo que pertenezca al orden de lo visual; nada que se parezca, ni de cerca ni de lejos, al cine, a su realismo; de ahí la decepción que siento frente a las adaptaciones, igual que le ocurre a mucha gente (porque probablemente no soy la única que no ve imágenes al leer). Puede que no se deba tanto al hecho de que nos hayamos hecho otra película, como suele decirse, sino, más bien, algo muy distinto a una película; algo que, en gran parte, resulta indescriptible, difícil de abordar...


Michèle Petit. Los libros y la belleza. Somos animales poéticos. Kalandraka, 2024. P. 117-122.

 

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