Al doctor Vilardekyll, en agraïment per la seva campanya del domund,
sense engruna d'ironia.
"La influencia de lo imaginario, de las "ficciones supremas", como las llamaba Wallace Stevens, sobre la conciencia humana es hipnótica. Lo imaginario, la abstracción conceptual, son capaces de invadir y de obsesionar la morada de nuestra sensibilidad. Nadie ha explicado íntegramente la génesis del personaje de ficción sacado del espíritu del escritor a partir de los garabatos de su pluma sobre el papel. Pero ese personaje es capaz de adquirir una fuerza vital, un poder sobre el tiempo y el olvido que superan con mucho el poder de cualquier individuo.
¿Quién de nosotros posee aunque sólo sea una fracción de la vitalidad, de la "presencia real" que emana de la odisea homérica, de Hamlet, de Falstaff, de Tom Sawyer? Balzac agonizante apela a los médicos que había inventado en su Comedia humana. Para Shelley, un hombre verdaderamente enamorado de la Antígona de Sófocles nunca podrá vivir una pasión semejante con una mujer real. Flaubert se ve morir como un perro mientras que "esa puta" de Emma Bovary va a vivir eternamente.
Después de haber pasado horas, días, semanas leyendo, aprendiendo de memoria, explicándonos a nosotros mismos o explicando a otros una de las trascendentes odas de Horacio, un canto del Infierno, los actos III i IV de El rey Lear o las páginas sobre la muerte de Bergotte de la novela de Proust, volvemos a nuestros pequeños asuntos domésticos e insignificantes.
Pero seguimos poseídos. El grito en la calle suena lejano a nuestros oídos, si es que lo oímos siquiera. Nos habla de una realidad caótica, contingente, vulgar y transitoria, que no se puede comparar con aquella de la que nuestra conciencia está poseída. ¿Qué vale ese grito en la calle al lado del de Lear a Cordelia, o al de Acab atado a su demonio blanco? Miles, centenares de miles de personas mueren cada día, en las pantallas de televisión de un mundo aseptizado, en una completa monotonía. La destrucción de lejanas estatuas por fanáticos afganos, la mutilación de una obra maestra en un museo, nos hieren en el alma. El erudito, el verdadero lector, el hacedor de libros está saturado por la intensidad terrible de la ficción. Su formación le predispone a no identificarse de la manera más intensa sino con las realidades textuales, con la ficción. Esta formación, esta manera de centrarse en las antenas y órganos de la empatía -cuyo alcance nunca es ilimitado-, pueden suponerle una desventaja en su relación con lo que Freud denominaba "el principio de realidad".
Es tal vez en este sentido, paradójico, en el que el culto y la dedicación a las humanidades, la frecuentación del libro a grandes dosis y el estudio son factores de deshumanización. Pueden hacer más difícil nuestra respuesta activa a una intensa realidad política y social, nuestro compromiso total con las realidades circunstanciales. Un vientecillo de inhumanidad sopla en la torre de los libros de Montaigne, en las reglas decretadas por Yeats de que el hombre debe elegir entre la perfección de la vida y la del arte, en la certidumbre de Wagner de que nada debe a quienes le han ayudado en su vida porque su sola presencia en las notas de su biografía los hará inmortales.
En tanto que profesor para quien la literatura, la filosofía, la música, las artes, son la materia misma de la vida, ¿cómo puedo traducir esta necesidad? ¿Cómo puedo convertirla en lucidez moral, consciente de las necesidades humanas y de la injusticia que hasta tal punto hace posible una cultura tan elevada? Las torres que nos aíslan son más sólidas que el marfil. No conozco ninguna respuesta satisfactoria a esta pregunta.
Y sin embargo hay que buscarla. Si queremos merecer este privilegio que son nuestras pasiones, tener en nuestras manos el milagro que es un libro nuevo -Cui dono lepidum novum libellum? [¿a quién le doy el ingenioso librito nuevo?], preguntaba Catulo-, si queremos participar, aunque sea modestamente, del orgullo nostálgico que impregna su plegaria: quod, o patrona virgo / plus uno meneat perenne saeclo! [¡Oh, Musa, déjanos vivir un siglo o dos más!]."
George Steiner. El silencio de los libros. Siruela, 2011. P. 56-60.