Hay una escena en Ultimas tardes con Teresa clave para la novela y para la distinta concepción que tuve y tengo de lo que se ha dado en llamar la Barcelona de Marsé. Manolo, el Pijoaparte, y Teresa Serrat, al cabo de una serie de enredos de traviesa tragicomedia, se han enamorado de sus respectivas auras, y esas auras son falsas. A Teresa, una estudiante contestataria de familia rica en la Barcelona de los 50, Manolo le ha llegado a parecer un misterioso activista obrero, cuando no es más que un macarrón. Para Manolo, Teresa es, aunque él no acabe de darse cuenta, poco menos que la Laura de Petrarca, vuelta, por azar, humana, accesible, comestible y con posibles. La muchacha no esconde otra verdad que su inquieta juventud: ser una niña (bien) follada (mal).
El narrador, con una flexibilidad en el punto de vista sobre sus personajes y avatares que oscila sin manías de lo impío a lo amoroso, urde la trama con una socarronería muy stendhaliana hasta un punto límite: Manolo, confundido en su impostura, se tiende una encerrona a sí mismo. En uno de sus chanchullos, tiene que llevar unos objetos robados a Pueblo Seco, un barrio marginal como el suyo, pero en el otro extremo de la ciudad. Por el camino, le ha ido inculcando a Teresa una vaga idea sobre una no menos vaga misión clandestina. Los de Pueblo Seco acaban dándole una paliza a Manolo por lo que no es más que un ajuste de cuentas hampón y Teresa percibe el engaño que ella misma forjó. A partir de ese momento, la leyenda del guapo luchador clandestino se disolverá en llevadera ilusión (en maravillosa frase: «El lento deterioro del mito trajo sus delicias: Teresa veía, tocaba y luego creía»). Enseguida, y como colofón, aparece la monda realidad.
Y bien. ¿Qué pensé yo la primera vez que leí esta escena? «Esto es lo que le pasa al Manolo ese por meterse con los de mi barrio».
Porque yo era de Pueblo Seco y casi un niño. Para mí entonces los jovencísimos Manolo y Teresa eran muy mayores. «Los mayores». Que eso disculpe mi bobo pensamiento y nos disculpe también a la mayoría por urbanizar a la ligera espacios míticos: las barcelonas de Marsé, de Vázquez Montalbán, el Madrid de García Hortelano, Yoknapatawpha, comalas, macondos, santaisabeles... Al cabo del tiempo, y con un gran esfuerzo de la asistencia social, mi criterio ha cambiado: los espacios míticos son y, sobre todo, sirven para algo más que para señalarlos en mapamundis imaginarios.
Ahora creo que la utilidad de la novela, del contar historias (porque la novela puede ser "útil" en casi todos los sentidos menos en el que se le suele dar) es, sobre todo, la de reavivar palabras cansadas: memoria, justicia, corrupción, ilusión, derrota. Cuando uno cuenta una historia y sabe hacerlo, necesita volver a delimitar fronteras, levantar planos y volver a nombrar, sobre todo, nombrar para que una ficción nueva, más vigorosa, compita con esa otra ficción laxa y llena de espinas que desde siempre el poder y la desidia hacen pasar por verdad, la novela contra la estafa. Esa sea quizá la causa de que muchos (permítanme la expresión) contadores de historias inventen lugares que el lector o el oyente pueda identificar con el lugar (permítanme ahora las comillas) «verdadero», la zona de la estafa. Y por la misma razón, otros contadores de historias ni se molestan en hacerlo, porque tampoco desean que mueran de asco las palabras que nombran los territorios de su señorío narrativo.
La Barcelona de Marsé, los Guinardós y Carmelos de Marsé, son volver a nombrar las ilusiones perdidas y la soledad, el absurdo y la muerte, la esperanza y la desesperación, la mentira y la supervivencia, la dignidad y el orgullo, la resignación y el no resignarse nunca, la paradoja. Ahora que se batanea tanto la palabra «premio» me gustaría recordar lo que dijo otro contador de historias y señor de territorios cuando recibió uno de esos galardones: «El hombre es inmortal, no porque entre todas las criaturas sea el único que tiene una voz inagotable, sino porque posee alma y un espíritu capaces de compasión y sacrificio y aguante. El deber del poeta y del escritor es el de escribir acerca de estas cosas. Goza del privilegio de ayudar al hombre, levantándole su corazón, recordándole que el valor y el honor, la esperanza y el orgullo, la compasión y la piedad y el sacrificio han sido la gloria de su pasado».
Y lo hace inventando un mundo. No un mundo ideal, sino el mundo que es. Juan Marsé ha realizado esta práctica en toda una vida de contador de historias casi siempre soberbias. Pero hay algo más.
Hace años, donceles que iban para grandes artistas y se han quedado, como mucho, en palanganeros del poder (en la mayoría de ocasiones de un poder que da risa: el cultural) acusaban a Juan Marsé de escribir mal. A lo mejor querían decir que la prosa de Marsé era como las rodillas despellejadas de la chica de Ronda del Guinardó, más cargada de futuro que mil bibelots de temporada. Ahora, esos mismos palanganas se empeñan en llamar a no sé muy bien qué folclorismo La Barcelona de Marsé como si hablaran de El Paralelo de Escamillo, fosilizando, museizando y comisionariando, que es lo suyo. Como Juan Marsé se ha declarado antiintelectual, porque sabe que las ideas son veneno para la gran narrativa, nuestros funcionarillos, vestidos de cura Toni Miró, aunque ahora ya no se atreven a mucho (en el pringue de los escalafones se aprende rápido que la veteranía es un grado) quizá han llegado a la conclusión de que Marsé no piensa y que eso no hace daño a nadie. Bueno.
Hace casi 40 años, que no es mucho tiempo para la literatura, pero es algo de tiempo para casi todo lo demás, Marsé escribió el célebre arranque de la tercera parte de Ultimas tardes con Teresa. Ahí se describe el ambiente político en la universidad de la Barcelona de mediados de los 50. El fragmento empieza con «La naturaleza del poder que ejercen es ambigua como la naturaleza misma de nuestra situación...» y tras un espléndido tour de force acaba con el inmortal párrafo: «Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que eran: unos señoritos de mierda». Que es, ni más ni menos, lo que siguen siendo ahora que urden las ficciones del poder.
A cuatro décadas vista, a mí el párrafo me parece de mucha claridad intelectual, excepcionalmente escrito, está incluido en la trama con mano maestra y, sobre todo, es un ejemplo de lo que yo entiendo como La Barcelona de Marsé.