dijous, 25 d’octubre del 2018

passeu sense trucar


La ciudad y la casa apela desde su título a dos ámbitos en choque, ambos recurrentes en la obra de la autora: el espacio de lo público y lo común, en el que cualquiera irrumpe sin llamar, y el espacio de lo íntimo, de lo privado; ese lugar del que unos personajes huyen y ese lugar en el que otros personajes —en cambio— se encuentran seguros y del que no desean marcharse o al que quieren regresar. No se trata de la única dicotomía en la que Ginzburg se basa para construir esta novela: ciudad-casa, público-privado, común-íntimo, hablado-escrito, masculino-femenino. La ciudad y la casa se crece en los enfrentamientos. Entre uno y otro, de uno a otro: Ginzburg recurre a la estructura epistolar y, sin embargo, concibe una novela profundamente teatral, representable. De hecho, en plena historia se permite el guiño —libérrima escritora caprichosa— de situar a sus personajes sobre un escenario o detrás de una cámara. No nos sorprendería que la autora hubiera decidido abrir la obra con un listado a modo de dramatis personae, enumerando nombres y relaciones. Si las cartas brevísimas encienden una alarma —algo grave ocurre para limitarte a unas pocas líneas cuando contactas con alguien a quien quieres—, las cartas más extensas se disfrutan como un monólogo intensísimo. El marido y padre Piero, la soñadora Albina, la maternal Roberta...Todos nos miran a los ojos. Los vemos y los escuchamos.
La ciudad se identifica con Roma —a la que todos desean mudarse, de la que todos desean huir— y la casa se nombra como Las Margaritas, la residencia en el campo de Piero y Lucrezia, que sirve de punto de encuentro al grupo de amigos. Toca insistir: Roma actúa como ciudad y Las Margaritas representa un hogar, sin más. No los interpretamos como lugares que ejercen también como personaje, por mucho que distintos escenarios romanos —la via Nazario Sauro en la que viven Giuseppe y Roberta, o la playa de Fregene con la que sueña la misteriosa Ippo— cobren peso simbólico. Y es que a estas alturas queda claro que La ciudad y la casa no funciona a modo de sistema solar: los personajes no giran en torno a Giuseppe, sino que con los días y las cartas cobran vida propia, crecen, lo devoran.
El deslumbrante Giuseppe, a quien ellas aman y en quien ellos confían, el de los numerosos amigos y los familiares incondicionales, cede ante sus satélites. Uno de los ejes sobre los que orbita la narración de Ginzburg es el de las relaciones familiares. Las cartas de La ciudad y la casa abarcan dos años y medio en la vida de este grupo de personajes, que incluye hijos y padres, hijastros, primos, cuñados, sobrinos, nietos, parejas, amantes, amores no correspondidos y relaciones abiertas; otro enfrentamiento que Ginzburg asume es el de la familia impuesta —por así decirlo, la heredada por sangre y apellido— y la familia elegida, la de las amistades que abroncan cuando toca y apoyan cuando corresponde. «[...] los hermanos no tienen alas —confiesa Alberico en una de sus cartas—. Después de una cierta edad te das cuenta de que o te apoyas en tus propias piernas o no hay nada que hacer», sigue lamentándose. Los hermanos no vuelan, los amigos empujan para bien o para mal.
En este sentido, Natalia Ginzburg quiebra la imagen convencional de la familia —madre y padre, en un matrimonio solidísimo; hijos felices; quizá la presencia recurrente de la abuela viuda, o las reuniones de domingo con los hermanos y sobrinos— y ensaya nuevas estructuras. Sin adelantar más de lo conveniente, estas cartas se escriben entre/sobre amantes, entre/sobre amores que se anhelan pero nunca se forjan, entre/sobre padres que se rechazan padres, e hijos acostumbrados a la soledad. La soledad, también: se ensayan distintas formas del amor, pero todos sus personajes escriben cartas porque —incluso tan acompañados— se sienten solos. Reconoce Serena: «Últimamente disfruto de la soledad. No a todo el mundo le hace bien la soledad. A ti no te hace bien porque piensas cosas absurdas. A mí, en cambio, la soledad me gusta y me hace bien».
Y Serena es uno de los personajes más potentes del libro, tachada de «pobre Serena, pobre Gemma Donati sin un Dante, sin quizá tampoco una verdadera vocación por el teatro y a punto de cumplir treinta y nueve años», profundamente libre y feliz al margen de los prejuicios de sus propios amigos. Porque los personajes masculinos —familiarícense ya con ellos; Giuseppe y Ferruccio, Alberico, Piero, Egisto o Ignacio Fegiz, el único al que se alude de manera insistente con apellido, situándolo en otra parte de la historia— copan las tramas de La ciudad y la casa, y sin embargo en pocas historias de Ginzburg he encontrado mujeres más fuertes que las de este libro.
Estas mujeres escriben a los hombres, se confiesan entre ellas, rechazan casarse y formar una familia para centrarse en desarrolar su carrera artística. En una carta a Lucrezia, Giuseppe le cuenta que ha visto una película «que trata de Ulises», y la metáfora se hilaría con facilidad si no fuera porque, desde el primer momento, nos queda claro que ninguna Penélope espera en La ciudad y la casa. Ellas no salen corriendo ante los problemas, sino que les plantan cara: obedecen a sus deseos aunque eso implique vivir de una forma que no todos aceptan. La amistad implica la complicidad, no la comprensión, parece advertirnos la autora. Suenan parecido, laten diferente.
Unos ositos del papel pintado de la habitación cedida a un extraño de tu propia familia, alguien que te importa tan poco que ni siquiera te esforzaste en sustituirlo. Una mujer que anhela durante años mudarse al lugar que ahora percibe como «una ciudad odiosa en la que vive gente odiosa». Otra que deshace ese camino, de la gran ciudad al pueblo en el que nació, y toma una decisión imponiendo a los demás una felicidad que en el fondo no siente, y quizá no le importe. Gente que huye de sus responsabilidades y gente que asume las que no le corresponden...Estas vidas se cruzan, unos hablan con otros, otros hablan sobre unos, y nosotros leemos —vemos, oímos— sabiéndolo todo. Bienvenidos a La ciudad y la casa: la novela que Natalia Ginzburg quiso escribir durante toda su vida; que afrontó a los casi setenta años, cuando no le tocaba demostrar nada a nadie; que le sirvió como bálsamo y catarsis. Pasen sin llamar.

Elena Medel. «De pronto me escribes una carta larguísima». Pròleg a: La ciudad y la casa. Lumen, 2017.

2 comentaris:

  1. I tant que sí, ja fa dies som a dins Les Margarides, i ens passegem pels carrers de Roma segons van Giuseppe, Lucrezia, Roberta, Alberico i tots i totes.
    Dos anys i mig en les vides d´aquests personatges i unes cartes que ens els fan conèixer des de diferents prespectives i això els fa més reals, més complexos, c´est la vie.

    Imma

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