Robert Louis Stevenson es una de esas cosas que nos pasan en la adolescencia y a las que guardamos un afecto insobornable. Que sea a esa edad (bueno, hay quien la lee a los cinco años y otros esperan a tener cincuenta para hacerlo, pero no es lo común) a la que uno descubre La Isla del Tesoro es un distinguido favor que la literatura le debe a Stevenson: debe ser de los autores que más lectores ha ganado para la causa. El secreto de La Isla del Tesoro es tan diáfano que su sorpresa radica esencialmente en la falta de secreto. Las piezas que la componen, su estructura, la voz del narrador, sus personajes no pueden ser más altaneramente clásicos y hasta archisabidos, y sin embargo el milagro se produce, uno se engancha al hilo narrador en la primera página y se deja conducir emocionado, divertido, fascinado, hasta la última. No en vano a Stevenson le apodaron los indígenas de Samoa, con quienes convivió sus últimos años, “el contador de historias”. Alguien alza la voz para contar una historia que se sabe, de la que fue testigo. Selecciona los detalles oportunos, no consiente en perjudicar lo que nos cuenta con un exceso de minuciosidad, va dotando su cuento de eso que podríamos llamar “verdad” y con eficacia antigua pone en pie escenas y seres que nos acaban pareciendo más nuestros que la mayoría de seres que conocemos. ¿Dónde está el secreto? En ninguna parte: basta alguien que sepa contar, que administre los elementos de su cuento con eficacia y talento, y lo demás lo pone nuestra necesidad de fábulas. Los hombres somos criaturas narrativas y los días se nos van en fábulas, dice Francisco Rico, que agrega: cuando esas fábulas que nos contamos se hacen institución literaria, cuando cristalizan en géneros, ¿cómo no van a predominar las que dejan desbocarse la fantasía y el deseo?
Al comienzo de su breve pero sustancioso libro sobre Stevenson, G.K. Chesterton defiende a su biografiado de todos aquellos críticos renuentes que consideraban el genio del autor de La Isla del Tesoro como algo sin demasiada importancia, hijo ilegítimo de una orgía en la que intervinieron Poe, Hoffman, Melmoth el Errabundo, y las narraciones de piratas. Decía Chesterton que nunca antes se le había dado tanta importancia a alguien a quien se le achacaba, precisamente, no tener suficiente importancia. Y aunque sólo fuera por el hecho de que gracias a Stevenson fueron posibles Chesterton y Kipling y Borges, hay que concluir que, si algo no le hace falta hoy a Stevenson, es que alguien lo defienda ante quienes no lo consideran importante.
Son legendarias su pésima salud infantil y su juvenil pasión por los viajes. El primer libro que publicó narraba su aventura durante un viaje en canoa entre Amberes y Pontoise, y el segundo era la crónica de otro viaje, esta vez a lomos de una burra. La pasión por los viajes, pues, era una pasión doble: una que le llevaba a tratar de empequeñecer el mundo y agrandar su memoria de paisajes y gentes, y otra la que le empujaba a contar sus aventuras como testigo.
Fue en 1881 cuando, de una manera fortuita y deliciosa, se le ocurrió el argumento de La Isla del Tesoro. Hablaba con un hijo de su esposa, Fanny Osbourne, y empezó a contarle un relato sobre un tesoro escondido en una isla por unos piratas. Más de cien años después de aquella tarde llena de nubes, todavía hoy los adolescentes, como el hijo de Fanny, pueden seguir con la misma tensión apasionada el relato de aquel delgado escocés que, habituado a firmar libros más serios, cuando tuvo escrito La Isla del Tesoro lo entregó a su editor y decidió firmar con un pseudónimo, para no mancillar su buen nombre de cronista viajero y cuentista de la estirpe de Poe. Antes de La Isla del Tesoro había ido publicando en distintas revistas los magníficos relatos de New Arabian Nights, entre ellos el impresionante Ladrón de Cadáveres, otro clásico inevitable, y El Club de los Suicidas, en el que palpita el Stevenson que preferían Chesterton y Borges.
Pero su prodigioso dominio de la técnica narrativa (Stevenson es uno de esos autores a cuyos textos difícilmente se les puede quitar un párrafo sin afectarlos irremediablemente), no ha de ocultarnos que la esencia de la fortaleza literaria de Stevenson reside en su ambición poética. Como poeta compuso algunos de los más hermosos poemas de la literatura inglesa, aunque pocos supieron en su momento considerarle como poeta. Y es precisamente la delicadeza para arrancarle poesía a situaciones o personajes difícilmente poéticos la que ha conservado toda la frescura de sus narraciones. ¿O no es eminentemente poética una narración como Dr. Jekill y Mr. Hyde en la que encaró una de sus más pertinaces obsesiones, la obsesión del doble? En ese relato, tan vapuleado por quienes le faltaron al respeto convirtiéndolo en películas de terror vulgar o musicales con folklórico desmelenado, brilla el Stevenson más profundo. No es sólo un testimonio de la eterna lucha entre el bien y el mal, es también una agudísima reflexión sobre los enigmas de la identidad de cualquier hombre y sobre las legítimas aspiraciones de saber, de contestar a la pregunta ¿quién soy?, que pueden llevar a la destrucción.
En su última fotografía Stevenson, que pasó sus últimos años en Samoa para tratar de que mejorara su salud, nos mira con sus grandes ojos, desde su rostro afilado y delgado, con una expresión resignada sobre un excesivo nudo de corbata. Parece un hombre cansado, pero hay en esa mirada una luz que podría ser mezcla de la alegría y la satisfacción. Quizá ya había encontrado aquello que, según la última estrofa de uno de sus más bellos poemas, todos buscamos y todos merecemos: “Aunque larga sea la ruta y duros sean/ el sol, la lluvia, el polvo y el rocío/ aunque en la desesperación y la fatiga del camino/ hayáis de enterrar a los mayores y se pierdan los hijos/ al final, amigos míos, dad por seguro que, pase lo que pase/ allá en el horizonte/ en el confín de los confines/ veréis cómo aparece la ciudad dorada”.
Y es por versos como éstos, y por haber creado a tantos personajes que forman parte de nuestra biografía, y por haber logrado que amáramos la literatura, por lo que queremos tanto a Robert Louis Stevenson.
Juan Bonilla. El cultural. Publicat el 15/11/2000
M'agradaria recomanar-vos un altre article de Juan Bonilla. Aquest. L'hi tinc flaca perquè parla d'Antonio Gala, un tema molt recurrent en la meva filmografia.
ResponElimina