divendres, 2 de febrer del 2018

l'editor que no en tenia ni idea


JUAN TALLÓN
El editor que no tenía ni idea
Jot Down Magazine

(Nota: Este artículo es el primero de una serie sobre memorias de editores)
Eso que queda después de pasarse la vida editando libros a veces son unos recuerdos escritos en forma de memorias. En algunos casos son breves y poderosas, como las de Jason Epstein (1928, Cambridge, Estados Unidos), quien fue durante muchos años director editorial de Random House. Entró en la industria del libro en 1950, a través de la editorial Doubleday, sin tener la menor idea, y vivió en primera fila los grandes cambios del siglo. En 1958, cuando se incorporó a Random House, esta tenía «una guía de teléfonos interna que incluía al centenar aproximado de empleados, y que no ocupaba más que una hoja del tamaño de una tarjeta postal». En 1999, cuando se retiró, la guía telefónica del grupo medía «veintiún centímetros por veintiocho, tenía ciento dieciséis páginas y contenía los nombres de más de cuatro mil quinientos empleados, casi todos ellos, presumo, desconocidos entre sí». En ese tiempo vio de todo. De hecho, en los ochenta, «cuando mis hijos y sus amigos entraron en la mayoría de edad, les aconsejé que se apartaran de la industria editorial, que a la sazón yo consideraba en un estado de decrepitud terminal». Veinte años después «daría el consejo opuesto a jóvenes que aprecian mucho los libros», relata en La industria del libro (Anagrama).
Epstein empezó en una Doubleday dirigida por personas «nada obsesionadas por los libros», profesionales de la venta directa por correo que «habrían sido igualmente felices vendiendo capullos de rosas o naranjas», a cambio de hacerlo por correo. De hecho, sus editores tenían despachos modernos de formas libres y colores vivos, y una «escasez sorprendente de libros en las estanterías». Para él fue, sin embargo, una buena escuela, y las técnicas y campañas de venta por correo le resultaron muy útiles cuando él y algunos amigos lanzaron en 1963 The New York Review of Books, o en los ochenta creó la Library of América, colección dedicada a los mejores clásicos norteamericanos.
El día que Epstein pisó por primera vez el despacho, con forma de riñón, en el edificio Time-Life de Nueva York, todo lo que sabía de editar libros lo había aprendido la semana anterior viendo una película titulada El granuja, protagonizada por un editor audaz, innovador y algo suicida, inspirado en Horace Liveright, que en los años veinte había publicado a T.S. Eliot, Hemingway, E.E. Cummings, Faulkner o Dorothy Parker. En su día Liveright fundó la Modern Library, fuente indispensable de clásicos en los años de entreguerras, y que un día de 1925 se vio obligado a vender a los jóvenes Bennett Cerf y Donald Klopfer, que desde esa plataforma lanzaron dos años más tarde Random House.
Pese a no saber nada, salvo lo que contaba la película, a los dieciocho meses de entrar en Doubleday fundó Anchor Books, una colección con la que desencadenó la llamada revolución del libro en rústica de calidad y remodeló la industria editorial. El primer título del catálogo fue La Cartuja de Parma. La inspiración para crear Anchor Books surgió mientras miraba libros en la Eighth Street Bookstore, entre anaqueles «donde se alineaban ediciones en tapa dura de todas las obras publicadas de Proust, Kafka, Yeats, Auden y Eliot, junto con Kant, Hegel, Marx y Weber, y junto con Pushkin, Chéjov, Turguéniev, Dostoievski y Tolstoi, y asimismo Melville, Whitman, Dickinson, James, Frost y Faulkner». Epstein visitaba la librería todas las semanas y se quedaba durante horas, pero cobraba cuarenta y cinco dólares semanales y no podía pagarse aquellos libros. Entonces les sugirió a los hermanos dueños de la librería que «las ediciones en rústica de sus libros podrían venderse bien entre gente como yo». A partir de ahí Epstein empezó a dar vueltas a una colección así, en un momento en que la mayoría de los libros en rústica «eran reimpresiones baratas de novelas populares que los distribuidores de revistas colocaban sobre todo en los quioscos, junto con las remesas de revistas, y que retiraban a final del mes para hacer sitio a los títulos nuevos». Con la luz, su papel blanco se volvía marrón.
Pensó en poner en marcha el proyecto por su cuenta, pero necesitaría una inversión inicial de veinticinco mil dólares, que estaba muy lejos de tener. Se lo pensó durante una temporada, hasta que reunió los argumentos y el plan comercial para convencer a los dueños de Doubleday. Decidió imprimir los libros en un papel sin ácido, más caro y duradero, que conservaba su blancura con los años. El diseño de las cubiertas correría a cargo de amigos artistas. Pero si el formato indicaba las intenciones de la colección, eran los propios títulos los que identificaban a Anchor Books con el espíritu de la nueva era. La iniciativa fue un éxito, y al cabo de un año editores como Knopf y Random House anunciaron sus propias colecciones en rústica de calidad.
Pese a todo, Epstein se sentía insatisfecho en Doubleday. Su salida empezó a fraguarse cuando uno de los autores de la casa, Edmund Wilson, lo invitó a su casa y le entregó un manuscrito en dos carpetas negras. «Me dijo que el autor era su amigo Volodya Nabokov, y que le novela que acababa de entregarme era repulsiva y que no podría publicarse legalmente, pero que de todos modos debía leerla». Aquel manuscrito era Lolita. Cuando la leyó no le pareció repulsiva, «pero tampoco una obra genial». Una semana después preparó una nota para sus colegas de Doubleday en la que «admitía los riesgos jurídicos, pero les recomendaba publicar la novela». Supuso que Doubleday estaría encantada de sacar Lolita. Visitó a Nabokov, que lo autorizó a publicar fragmentos de la novela en la revista de la editorial. Fue la primera publicación de la novela en Estados Unidos, y como no surgieron dificultades jurídicas, Epstein no vio objeciones a que Doubleday publicase la obra entera. Pero el presidente se negó en redondo y él decidió al poco abandonar la editorial.
Dos semanas después de su dimisión alcanzó un acuerdo con Random House. Se acordó de los días en que trabajaba en Doubleday y vivía en Greenwich Village y veía de vez en cuando a William Faulkner esperando en la estación de Fourth Street, en la línea de metro Independent, un tren que le llevase a reunirse en Random House con su editor Albert Erskine. «Aunque no hubiese sabido quién era, me habría fijado en él, una gallina del Mississippi sin pelaje, de cresta blanca y cara colorada, en medio de la incolora volatería norteña que atestaba el andén a la hora punta en invierno. Bajo el brazo solía llevar un paquete envuelto en papel de estraza». Qué placer, pensaba Epstein, ser Albert Erskine y trabajar con los manuscritos de Faulkner. Ahora al fin pertenecía a esa familia.
Cerf y Klopfer le permitirían ser editor sin responsabilidades adicionales y además montar una empresa propia. Fue así como acabó fundando The New York Review of Books. En diciembre de 1962 los trabajadores de The New York Times se declararon en huelga. Jason, su mujer Barbara Epstein, y sus amigos Robert Lowell y Elizabeth Hardwick vieron la oportunidad de crear una revista que representase todas las cualidades que echaban de menos en The Times. La nueva publicación hizo muchos amigos y enemigos, y ahí sigue.
El otro gran éxito de Epstein se fraguó durante una tarde de otoño, cuando quedó con Edmund Wilson a tomar unas copas en el viejo Princeton Club de Park Avenue. Eran los años sesenta. Cuando llegó, Wilson pidió seis martinis. Epstein no pidió nada, pensando que uno o dos tal vez fuesen para él. Pero Wilson se volvió hacia el editor y le preguntó si también le apetecía otra media docena. «Dije que no y luego, tras haber despachado los cócteles, anunció con su brusquedad característica que los americanos deberían tener ediciones de las obras de sus escritores comparables a las que publicaba la Pléiade en Francia». Franceses, ingleses y hasta ruso tenían ediciones canónicas de sus respectivos autores clásicos. Wilson pensaba en libros gordos de poca altura, y entonces sacó de su gabardina un libro de Flaubert editado por la Pléiade, que dejó en la barra junto al último martini vivo.
A Epstein la idea le pareció buena y confeccionaron una lista con los autores candidatos, eligieron un formato e incluso un prospecto de recaudación de fondos para presentar a las fundaciones. El prospecto recibió el aval de muchos escritores y críticos, incluso el del presidente Kennedy. Omitieron de la lista de patrocinadores a representantes de «un oscuro grupo de catedráticos de universidad que se habían especializado en establecer textos fidedignos de las obras de escritores americanos y británicos. Esta omisión fue un error político que retrasó veinticinco años el proyecto». Por el medio, murió Edmund Wilson, pero Epstein no se rindió y en los ochenta nació Library of América, que enseguida se convirtió en una institución respetada y rentable, en parte gracias a las técnicas de venta por correo, evolucionadas treinta años antes en Doubleday, donde daba igual vender libros que naranjas.

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