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ENRIQUE VILA-MATAS
Llamadla inspiración
El País
21|1|2019
Me acuerdo de haber leído que, antes de lanzarse a escribir, Flaubert pasaba largas temporadas fantaseando, tumbado en la cama, sumergido en ensoñaciones en las que iba tomando forma la novela que solo abordaba cuando la tenía del todo organizada. Y también me acuerdo de la frase: “El umbral es el lugar en el que conviene detenerse”, oída ayer casualmente en la penumbra de un viejo pub de Londres. Es una frase que me transporta al método de trabajo de Kafka, bien diferente del de Flaubert, pues, sin renunciar al gesto previo de madurar en la cama sus proyectos, más bien tendía directamente a escribirlos, sin excesivos preámbulos. Tal vez por esto sus personajes (Karl Rossmann, Josef K., el mismo K…) se dedicaban tanto a demorarse, con impertinencia, en los más diversos umbrales, incomodando a todo bicho perteneciente al mundo del sentido común.
Si Flaubert borró la palabra inspiración y se fabricó una sudorosa mitología personal del trabajo literario, Kafka, en contrapartida, devolvió la inspiración al vocabulario de los escritores, lo que puede haber facilitado que, por ejemplo, recientemente uno de ellos, Pierre Michon, al ser preguntado por su relación con la sudorosa leyenda de Flaubert, dijera trabajar con “una mitología de vete a saber qué, de cosas antiguas y flotantes, como la inspiración; y punto”.
Para Michon, el gran Flaubert no podía citar a “la inspiración”, porque esta era “una coartada agotada” y un concepto gastado por la gran ola rompedora de los románticos, y por eso se fabricó esa falsa leyenda del esfuerzo en el parto literario. El caso es que los escritores que vinieron después de él ya pudieron restaurar sin problemas la palabra “inspiración”, entendida como el clásico deslumbramiento repentino que le llega a un escritor cuando está trabajando. Y no, no creo que sea un tópico que esta llegue cuando uno más inmerso se encuentre en el trabajo, porque en realidad la inspiración —para Juan Benet el gesto de la voluntad más distante de la conciencia, pero al fin y al cabo un gesto de la voluntad— siempre ha estado ahí y ahí va a seguir, por mucho que cualquier día de estos vayan a empezar a llamarla de otra forma.
Créanme: dará igual que intenten cambiarle el nombre, porque seguirá siendo la inspiración. Después de todo, hasta el propio Flaubert trabajaba con ella, aunque lo ocultara por temor a parecer lo que en realidad era: un romántico perdido. Pero en fin. Tan verdad parece el hecho de que la inspiración llega trabajando como que puede llegar por casualidad, por un simple traspié, por pulsar, por ejemplo, una tecla equivocada del ordenador y dejarnos de pronto admirados ante el formidable cambio de sentido de lo que escribíamos, dejarnos tan sonámbulos que hasta acabemos sospechando haber ido más allá de la voluntad más distante de nuestra conciencia. ¿No serán esos traspiés el signo de una inteligencia nueva? Por si acaso, no olvidemos que también esos inspirados errores pertenecen al mundo de una palabra —inspiración— que Flaubert, víctima de su tiempo, eludió más que inútilmente.
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