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«Me había inscrito en la Sorbona para hacer unos cursos de sociología. Trabajaba frente al Panteón, en la biblioteca Sainte-Geneviève, adonde solía ir, a principios de siglo, James Joyce. Los estudiantes iban y venían sin cesar, hablaban de una mesa a otra; era difícil concentrarse allí: Sainte-Geneviève era un verdadero gallinero.
[...] Muy pronto, la biblioteca Sainte-Geneviève no me bastó para mis investigaciones, así que fui a la Biblioteca Nacional, en la calle Richelieu. La atmósfera era muy diferente. La sala de lectura, mucho más grande, estaba cubierta por una cúpula de cristal por la que se filtraba una luz difusa y grisácea. La mayoría de lectores eran viejos asiduos. Científicos, investigadores, periodistas y monjes eruditos compartían mesa con diputados que iban a preparar sus discursos. El aire olía a polvo y a un desinfectante dulzón que un vigilante pulverizaba de vez en cuando. Todo el mundo trabajaba en gran silencio.
Diez minutos antes de las cinco, un vigilante anunciaba el cierre en voz alta. Pero unos instantes antes de la señal oficial, una especie de grito, finalizado por una larga tos ladradora que emitía un anciano barbudo y enjuto, resonaba por toda la sala. Un conserje me contó que el hecho se repetía cada día desde hacía casi diez años.
—Siempre se hace traer los mismos libros sobre insectos; es un desequilibrado, pero como no hace daño a nadie, pues lo dejamos hacer.
Mi vecino de mesa era un anciano distinguido, con largos bigotes blancos. A veces se dormía y sus ronquidos daban ritmo al silencio....»
Gisèle Freund. El mundo y mi cámara. Traducción de Palmira Freixas. Ariel, 2008. P. 17.
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