dimecres, 24 de maig del 2023

obrim a les deu


La biblioteca abre a las diez de la mañana, pero en cuanto sale el sol siempre puede encontrarse a gente merodeando por los alrededores. Se apoyan en todos los rincones del edificio, o bien se sientan a horcajadas sobre el murete de piedra que rodea el perímetro, o se preparan para salir corriendo desde el jardín noroeste, junto a la entrada principal, pues desde allí se tiene una perspectiva diáfana de la puerta. Vigilan la entrada aunque saben que no va a servirles de nada hacerlo, pues no hay posibilidad alguna de que la biblioteca abra antes de la hora prevista. Una cálida mañana, no hace mucho tiempo, la gente que estaba en el jardín se había agrupado bajo las copas de los árboles y también junto al canal de agua, que daba la impresión de generar una leve corriente de aire fresco. Había maletas con ruedas y mochilas y bolsas de libros amontonadas aquí y allá. Palomas de color cemento desfilaban al ritmo de un disciplinado stacatto alrededor de las maletas. Una mujer joven y delgada, vestida con una blusa blanca manchada con unos pequeños cercos de sudor bajo las axilas, se tambaleó sobre un solo pie, sosteniendo una carpeta bajo el brazo, al tiempo que intentaba sacar el teléfono móvil del bolsillo trasero de su pantalón. A su espalda, una mujer con una bamboleante mochila amarilla se había sentado en el extremo de un banco, inclinada hacia delante, con los ojos cerrados y las manos juntas; me resultó imposible saber si estaba rezando o echando una cabezadita. Cerca de donde se encontraba, había un hombre con un bombín y una camiseta un tanto levantada que dejaba a la vista la medialuna rosada y brillante que formaba su vientre. Dos mujeres con sendos portafolios conducían tras ellas un pequeño y revuelto grupo de niños en dirección a la puerta principal de la biblioteca. Yo deambulada por una de las esquinas del parque, donde dos hombres sentados junto a una de las Campanas de la Paz de bronce hablaban de una comida a la que, al parecer, habían acudido juntos.
[...] Entre frase y frase, los hombres miraban hacia la entrada principal de la biblioteca, donde el guardia de seguridad ocupaba un taburete. Una de las hojas de la puerta estaba abierta y el guardia estaba sentado dentro, visible para cualquiera que pasase por allí. La hoja abierta de la puerta suponía una irresistible tentación para cualquiera. Una tras otra, diferentes personas se acercaban al guardia y él las detenía sin contemplaciones.
—¿Ya está abierta la biblioteca?
—No, no está abierta.
Al siguiente:
—A las diez en punto.
Al siguiente:
—Cuando llegue el momento, lo sabrá.
Al siguiente: 
—No, todavía no está abierta.
A la siguiente:
—A las diez en punto, señora. —Sacudía la cabeza y ponía los ojos en blanco—. A las diez en punto, como indica el cartel.
[...] Una ráfaga de aire del exterior recorrió de arriba a abajo el vestíbulo. Casi al instante, la gente empezó a entrar: los merodeadores, que habían salido corriendo desde sus puestos en el jardín, también los que estaban apoyados en las paredes y los despistados, y los grupos escolares, la gente de negocios y los padres y madres con cochecitos de bebés que se fueron directos hacia los cuentacuentos, y los estudiantes y los indigentes, que corrían hacia los lavabos y después trazaban una línea recta hasta la sala de ordenadores y los curiosos y los aburridos. Todos en busca de The Dictionary of Irish Artists o El héroe de las mil caras o una biografía de Lincoln o la revista Pizza Today o The Complete Book of Progressive Knitting o fotografías de sandías en el valle de San Fernando tomadas en los años sesenta o Harry Potter —siempre Harry Potter— o cualquiera de los millones de libros, panfletos, mapas, bandas sonoras, periódicos e imágenes que la biblioteca atesora. Formaban una corriente de humanidad, un torrente, y andaban a la caza de guías de nombres para bebés y biografías de Charles Parnell y mapas de Indiana y consejos de las bibliotecarias porque lo que quieren es una novela romántica pero que no sea demasiado romántica. Van a la caza de información sobre impuestos y también de ayuda para aprender inglés y buscan películas y desean encontrar la historia de su familia. Se sientan en la biblioteca simplemente porque es un lugar agradable en el que sentarse, y, una vez allí, a veces hacen cosas que no tienen nada que ver con la propia biblioteca. Esa mañana en particular, en la sección de Ciencias Sociales, una mujer sentada a una de las mesas de lectura estaba cosiendo cuentas de colores en la manga de una blusa de algodón. En la sección de Historia, un hombre con traje de raya diplomática que no leía, ni tampoco curioseaba, estaba sentado en uno de los cubículos de estudio y escondía una bolsa de Doritos bajo el borde de la mesa. Fingía toser cada vez que se metía en la boca uno de los nachos.

Susan Orlean. La Biblioteca en llamas: historia de un millón de libros quemados y del hombre que encendió la cerilla. Traducció de Juan Trejo. Temas de hoy, 2019. P.16-18.

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