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En la primavera de 1998, Bluma Lennon compró en una librería del Soho un viejo ejemplar de los Poemas de Emily Dickinson, y al llegar al segundo poema, sobre la primera bocacalle, le atropelló un automóvil.
Los libros cambian el destino de las personas. Unos leyeron El tigre de Malasia y se convirtieron en profesores de literatura en remotas universidades. Siddhartha llevó al hinduismo a decenas de miles de jóvenes, Hemingway los convirtió en deportistas, Dumas trastornó la vida de miles de mujeres y no pocas fueron salvadas del suicidio por manuales de cocina. Bluma fue su víctima.
Pero no la única. El viejo profesor de lenguas antiguas, Leonard Wood, quedó hemipléjico al recibir cinco tomos de la Enciclopedia Británica en la cabeza, desprendidos de un estante de su biblioteca; mi amigo Richard se quebró una pierna al intentar llegar hasta ¡Absalón, Absalón!, de William Faulkner, mal ubicado en un estante que lo llevó a caer de la escalera. Otro amigo de Buenos Aires enfermó de tuberculosis en los sótanos de un archivo público y conocí a un perro chileno que murió indigestado con Los hermanos Karamazov, después de devorar sus páginas en una tarde de furia.
Cada vez que mi abuela me veía leer en la cama, solía decirme: «Dejá eso, que los libros son peligrosos». Durante muchos años creí en su ignorancia pero el tiempo demostró la sensatez de mi abuela alemana...
Carlos María Domínguez. La casa de papel. Mondadori, 2007. P. 11-12.
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