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Cada vez más a menudo, en lugar de leer un libro, lee los subrayados que ha hecho en tantos años de lectura. Ha subrayado libros desde la adolescencia y son pocos los que se han salvado de tener alguna marca hecha a pluma o a lápiz. Cuando le da por observar los estantes de su biblioteca siente orgullo por tantos subrayados que encierran. Representan una biblioteca dentro de otra, que ha ido creando con esfuerzo. No ha vacilado nunca a la hora de poner un subrayado. En tantas cosas ha sido tibio y negligente, pero no en eso. Aun cuando ha tenido el ánimo por los suelos, ante una frase o un pasaje notables se ha puesto religiosamente de pie para buscar un lápiz y cumplir su deber. Puede decirse que el día que no se levante se habrá acabado todo. Mientras no renuncie a subrayar, habrá esperanza. Ahora que se acerca la vejez empieza a beneficiarse del fruto de esos innumerables sacrificios. Sea cual sea el libro que tome de sus estantes, sabe que le brindará a través de sus subrayados unos diez o veinte minutos de lectura intensa y selectiva. Ha llegado el momento, por así decirlo, de que los libros le devuelvan parte de aquello que él les dispensó a lo largo de tantos años de lectura. Le ofrecen sus subrayados, haciéndose ellos mismos a un lado. Al repasar esos surcos dejados por su pluma o su lápiz no sólo extrae una savia de conocimiento preciosa, sino que profundiza en su introspección, pues no hay como leer los propios subrayados para conocerse. En un gesto tan simple y espontáneo nos descubrimos sin tapujos, pues decimos más profundamente lo que sentimos cuando lo decimos con palabras de otros. Mira con lástima a muchos amigos suyos, poseedores de espléndidas bibliotecas que casi carecen de subrayados. Por permanecer cómodamente sentados en vez de levantarse a buscar un lápiz, ahora, cerca del final de sus vidas, no saben quiénes son y buscan en vano en los libros leídos una marca cualquiera hecha de pasada, al descuido, para intuir algo de lo que eran, algo de lo que han sido.
Fabio Morábito. «El subrayador». A: El idioma materno. SextoPiso, 2014. P. 99-100.
M'hi identifico molt. L'unica diferència és que en lloc d'aixecar-me a buscar el llapis, jo tinc sempre a ma, quan llegeixo, un bolígraf. Miquel
ResponEliminaHo sé. Recordo quan vas venir al club a defensar les 1280 ànimes d'en Jim Thompson. Jo era al teu costat, tenies l'exemplar profusament subratllat amb boli. I les guardes plenes d'anotacions, també.
EliminaSi, és cert. Tot va començar quan no tenia cap llapis a casa- fa anys que no n'uso, des de que vaig deixar de dibuixar - i vaig agafar el boli amb la idea que no hi havia cap diferència si només m'ho mirava joç. No és gaire polit ni estètic, ja ho sé, però com que per a mi els llibres els tinc com si fossin utensilis, no em fa res que estiguin usats i gastats com sabates, posem per cas ( i que em perdonin els bibliòfils la comparació)
ResponEliminaDoncs jo li trobo el què, a això teu del boli. No conec ningú que esborri els subratllats fets amb llapis, per tant, per què no fer servir tinta permanent? Et diré més, d'un temps ençà (i contra la meva natura) m'he imposat la fi del respecte reverencial per l'objecte i un dia, no fa gaire, vaig subratllar amb un Pilot™. Va ser altament alliberador.
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