Desde hace un tiempo no leo, subrayo. Pasó de repente. Yo era de los que se echaban en un sillón a leer sin preocuparse por lo que fuera a decir un ensayista o un poeta. Nada me podía interesar menos. Leía por leer, que es como aprendí a hacerlo. Pasando de una frase a otra, luego al párrafo de más abajo, y terminaba por dar vuelta la página. Los libros iban y venían, y nada importaba mucho porque la página —cualquier página— era democrática y dentro de ella cabía cualquier cosa: una novela de misterio o algún verso hermoso de Pepe Cuevas sobre los años setenta. Ahora, en cambio, leo con un lápiz en la mano y subrayo, tiro líneas, pongo signos de exclamación, de interrogación, le contesto en voz alta al narrador —«¡qué se ha creído usted!»— como si fuera lo más normal del mundo. Supongo que así se envejece.
Hace poco, de hecho, me pillé entrando a una librería, cosa que no hacía desde hace un montón de años. No a una librería de libros, se entiende, sino a una de las otras, esas que venden tintas, cartulinas, reglas y gomas de borrar. Iba a comprar lápices de grafito. El plural es importante porque necesitaba muchos. Veinticinco, treinta, algo así. Y como ya no dan bolsas de plástico, llené mis bolsillos con lápices y partí de vuelta a la casa como un estudiante de la Bauhaus, estusiasta y radical. Compré lápices de distintos grosores y con unas especificaciones que aún no entiendo, pero que al menos se vuelven familiares: HB, HB2, 119HB, qué sé yo. Esa jerigonza me importa poco porque los uso solo para una cosa: hacer rayas. Desde que descarté los marcapáginas, los lápices ahora me sirven para indicar dónde dejé la lectura —sencillamente cierro el libro con el lápiz dentro— y, sobre todo, para discutir con el autor, el traductor y, dado el caso, el editor —«¡qué se ha creído usted también!»—. En los márgenes, aunque no lo parezca, hay espacio de sobra para esas lecturas dialógicas en las que recién me estreno, como si la inminencia de los cuarenta años me autorizara de un modo extraño para dejar de pelear con los guardias de los supermercados y empezar a hacerlo con los libros.
La marginalia es un terreno rico y libre para la crítica privada y doméstica. Ahora que que me dedico a ella descubro los placeres de la impunidad, de la ausencia de público, de la anotación que de tan privada incluso queda fuera del alcance de los algoritmos. Esos apuntes son como la literatura chilena: no le importan a nadie. Quizá a los escritores jóvenes que buscan hacer amigos, pero al menos —o por eso mismo, como le decía Andrés Bello a Vicuña Mackenna, a raíz de las bondades de no ser leído por nadie— lo mejor es rayar los costados y no preocuparse por tonteras. Bueno, de la muerte, que es lo único que nos preocupa a los viejos recién estrenados, pero ese es otro tema.
Gonzalo Maier. «¡Pero qué se ha creído!». A: Leer y dormir. Minúscula, 2021. 59-62.
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