Hace cosa de diez años asistí a la inauguración de la Feria del Libro de Londres, en su edición anual. El evento fue oficialmente inaugurado por Joan Collins. Acababa de publicarse su primera novela, y la famosa actriz angloamericana, recién bautizada como escritora y hermana de Jackie Collins, era una persona perfectamente creíble para inaugurar una feria del libro. Joan Collins apareció vestida como una cita literaria: con un traje corto de Chanel, de color rosa, la cabeza tocada con un casquete rosa y un coqueto velo sobre los ojos. Hipnotizada, me dejé arrastrar por la multitud de visitantes, que se dejaba arrastrar por las cámaras de televisión, que a su vez eran arrastradas por Joan. Con un mohín en los labios, Joan señalaba los libros en exposición como si señalase una prenda de lencería de Victoria's Secret.
¿Qué tiene todo esto que ver con la literatura? Prácticamente nada. Entonces, ¿por qué mencionar algo tan trivial como el traje rosa de Joan Collins? Porque lo trivial ha anegado la vida literaria contemporánea hasta cobrar, a lo que parece, más importancia que los libros. La propaganda de un libro es más importante que el libro en sí; tal como la foto del autor en la solapa es más importante que el contenido, y la apariencia del autor en los diarios de gran tirada y en la televisión es más importante que lo que el autor haya escrito realmente.
Muchos escritores se sienten cada vez más incómodos en este paisaje literario densamente poblado de editoriales, editores, agentes, distribuidores, agentes de bolsa, expertos en publicidad, cadenas de librerías, «la gente de marketing», cámaras de televisión y fotógrafos. El escritor y su lector (los dos eslabones más importantes de la cadena) se encuentran hoy más aislados que nunca.
¿Qué le queda, pues, al escritor? ¿Fingir que no se entera y aceptar la eternidad en términos fatalistas como medida del valor? ¡La eternidad, sí, sí! Y eso que la esperanza media de vida de un libro es de unos treinta años en tiempos de paz (menos en guerra), antes de que las bacterias del papel lo hagan papilla. ¿Fijar su rumbo a partir de una justicia literaria superior? ¡La justicia, sí, sí! Ahora que se ensalzan los libros malos y se ignoran los buenos. ¿Contar con el lector? ¡El lector, sí, sí! Cuando al lector se le engatusa con todo lo que se le pone por delante de las narices: poderosas cadenas de librerías, tiendas de aeropuertos y amazon.com.
El escritor que no acepta las reglas del mercado muere, así de sencillo. El lector que no acepta lo que el mercado le ofrece está condenado al ayuno literario o a la relectura. El escritor y su lector (los dos personajes por y para quienes existe la literatura) viven hoy una existencia semiclandestina. El mercado literario está regido por los productores de libros, pero producir libros no significa exactamente producir literatura...
Dubravka Ugresic. Gracias por no leer. Traducció de Catalina Martínez-Muñoz. La fábrica, 2004. P. 17-18.
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