FERMÍN HERRERO
Un hachazo en el hielo
Revista Túria
19|6|2023
Salvo alguna narración de los nobel Gordimer y Coetzee, desconozco por completo la literatura sudafricana. Por eso, he visto ocasión de reparar mínimamente esa laguna con La promesa, de Damon Galgut, que obtuvo el prestigioso Premio Booker el año pasado, otro descubrimiento, y van..., de la editorial Libros del asteroide, dueña de un catálogo de narrativa extranjera tan amplio como ejemplar. La novela, cuyo título es el cebo de la trama, para mantener la intriga hasta el desenlace, y a su vez símbolo de la expiación de una saga familiar, se divide en cuatro capítulos, titulados con el nombre de los personajes que mueren en sus páginas, por tanto se estructura en torno a otros tantos funerales, con sus duelos respectivos, muy distintos entre sí, desde los ritos judíos a la ausencia total de ceremonias por expreso deseo de uno de los fallecidos, pasando por la tradición fúnebre católica o la de raíz calvinista.
Los saltos temporales inherentes a cada deceso posibilitan el ensamblaje de las peripecias particulares con el devenir histórico del país, un tanto a la manera galdosiana, aunque sin el paralelismo a rajatabla que don Benito aplicó a alguna de sus obras más emblemáticas. Asistimos, pues, como trasfondo, a la evolución y transformación de la situación política de «la nación del arcoíris», que siempre ha basculado entre el Edén y la región de Nod, de tal forma que la narración bien puede considerarse un «diorama de la Sudáfrica blanca», fundamentalmente de los afrikáneres o bóeres, grupo étnico del que desciende la familia que desmenuza el argumento, o un fresco sociológico de la «Sudáfrica soleada», trazado sin aspavientos ni maniqueísmos, pero también sin poner nunca paños calientes.
Al principio, con el apartheid aún vigente de facto, las noticias censuradas y el «ánimo electrizado en todos lados», persisten, entre detenciones y condenas sin juicio, los disturbios en los distritos segregados: «disturbios en todos los distritos, se masculla en todas partes, incluso con el estado de emergencia que se cierne sobre la tierra como un nubarrón negro», y Amor, la niña sincera, rarilla, comenta: «no me vieron, para ellos yo era como una mujer negra». Al final, tras sucesivas crisis, cortes energéticos y corrupción flagrante de la clase gobernante, que huye del país con el parné afanado, a la altura de 2018, dimite (aún se encuentra en líos con la justicia y arrestado por fraude, lavado de dinero y crimen organizado, entre otros cargos) el cuarto presidente, Jacob Zuma, nacido en Zululandia y dirigente del Congreso Nacional Africano, que alcanzó el poder tras diez años de prisión y posterior exilio.
Con este panorama no es de extrañar que uno de los personajes, metido a novelista frustrado, se queje, respecto a la idea de la nación en su proyecto inacabado, de que sea «imposible hablar en este país por nadie más que por ti mismo, incluso entonces...». La única salida parece, ahora y siempre, como en casi todas partes, por otro lado, «aguantar, resistir, una antigua solución sudafricana». Y el único cemento social, el rugby. Cuando los Springboks, las gacelas saltarinas, ganaron el mundial a los All Blacks neozelandeses y Nelson Mandela, «el religioso», entregó el trofeo al capitán de la selección Francois Pienaar, el narrador apostilla con cierta sorna: «el bóer fornido y el viejo terrorista se estrechan la mano. Quién lo iba a decir».
Entre medias, la ilusionante e increíble («de la celda al trono, jamás pensé que vería algo así») llegada al poder de Mandela, que compartió cárcel en Robben Island con Zuma. O la presidencia de su sucesor Mbeki, durante cuyo mandato se dice del socio del segundo marido de Astrid, hermana mayor de Amor, que es «un tipo popular, poderoso y negro, obviamente, que es lo que cuenta hoy en día». Sin duda el panorama ha cambiado sustancialmente, aunque no la violencia, de continuo desbordada, pese a los afanes pacíficos representados por el Día de la Reconciliación. En cierta manera, el ambiente que se respira en algunos momentos, salvando las distancias, me ha recordado a los dimes y diretes, apaños y descosidos, de nuestra Transición.
Pero en realidad, más allá de lo sociopolítico, La promesa aborda el espinoso asunto de la familia, sus «arenas movedizas», con una crudeza y complejidad que se agradece, en consonancia con la cita de Coetzee, que sirve de colofón a la edición: «Un libro debería ser el hacha con la que abrir de cuajo el helado mar de nuestro interior». Bucea en las zonas oscuras, para mostrarnos en última instancia «los tormentos de la condición humana». En este sentido, es muy autocrítico con los sudafricanos blancos, frente a los que se erige, en segundo plano, la figura de la fiel y bondadosa criada negra de la familia, Salome, si bien su hijo Lukas, condenado a subsistir en la granja a expensas de su madre, se degrada como el resto. Galgut disecciona con bisturí «una atmósfera envenenada y enferma». Al cabo, como fijase de manera proverbial el inicio de Ana Karenina, cada familia infeliz lo es a su manera y la que muestra con destreza el novelista es una de ellas.
En estos tiempos, en los que prima y se estila la bagatela de una autoficción somera y de una levedad insoportable, es un placer encontrarse con una novela, de un realismo feroz que no le hace ascos a lo sobrenatural, sostenida por un cañamazo argumental sólido, soporte de un universo narrativo en el que se adensa la vida, tanto desde el interior o el estilo indirecto libre, y del punto de vista, alternando con habilidad las tres personas verbales, como si el narrador merodease en torno a todos los personajes y fuera cayendo sucesivamente sobre ellos para fijar, como con una especie de cámara subjetiva, sus pensamientos, deseos y frustraciones. Que nos estremecen, porque en definitiva apenas distan, pese a la distancia geográfica y cultural, de los nuestros.
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