DANIEL GASCÓNEmmanuel Carrère: el horror, la locura y el arte de la no ficciónLetras Libres
5|9|2017
Desde hace dos décadas, Emmanuel Carrère (París, 1957) se dedica a escribir lo que él mismo denomina “un tipo peculiar de libros de no ficción”, donde “lo que hay en común es que hablan de situaciones y personajes reales. No hay reglas. No ficcionalizo. Y están escritos en primera persona”. Esa primera persona establece un tono inconfundible, que oscila entre lo confesional y lo irónico. También facilita otra de las características de estos libros: el relato de cómo se construye el artefacto literario. La non-fiction novel de Truman Capote es una influencia reconocida por el ganador de Premio FIL de este año, especialmente para El adversario, la primera de sus obras en esta línea. Pero en su búsqueda de la transparencia hay una crítica al autor de A sangre fría, que omitió en su libro su relación con los asesinos.
“Me gusta la pintura de paisajes, las naturalezas muertas, la pintura no figurativa, pero por encima de todo me gustan los retratos, y en mi terreno me considero una especie de retratista”, escribe Emmanuel Carrère en El Reino. En cierto sentido, son retratos los libros más logrados del autor: El adversario, sobre Jean-Claude Romand, un hombre que fingió que era médico y trabajador de la OMS durante casi veinte años, y que asesinó a toda su familia cuando el engaño estaba a punto de descubrirse, y Limónov, donde reconstruye la trayectoria del escritor y político ruso, que fue delincuente, vagabundo y mayordomo antes de convertirse en una estrella literaria en Francia, y más tarde en defensor de Serbia en la guerra de Yugoslavia, fundador del Partido Nacional Bolchevique y opositor de Putin. También hay retratos, y una descripción de la irrupción de la tragedia en forma de catástrofe natural y de enfermedad, en De vidas ajenas, donde habla de una familia que pierde a su hija en el tsunami de Indonesia y de la tarea de dos jueces que combaten las cláusulas abusivas de las entidades de crédito.
Carrère, descendiente por vía materna de una familia de exiliados rusos e hijo de la historiadora Hélène Carrère d’Encausse, es también cineasta y periodista y está influido por el psicoanálisis. Dice que a veces le gusta colocar sus rasgos en alguno de los personajes: esos retratos tienen algo de autorretrato. “No creo que puedas ponerte en el lugar de los otros. Y tampoco deberías. Lo único que puedes hacer es ocupar el tuyo, de forma tan completa como sea posible, y decir que intentas imaginar cómo es ser otra persona, pero decir que eres tú quien debería hacerlo”, ha declarado a The Paris Review. Un elemento frecuente de sus libros es que el narrador –intelectual, irónico y propenso al examen de sí mismo– es capaz de volverse loco y disfruta contemplando y mostrando la posibilidad de caer en esa locura. En ninguna de sus obras es más visible ese abismo neurótico que en Una novela rusa, donde el relato de una filmación en un lugar perdido de Rusia y de una investigación sobre su pasado familiar se mezcla con la descripción impúdica, metaliteraria y devastadora del final de una relación amorosa.
“No tengo un punto de vista ideológico, como otra gente que dice que la novela está muerta. Me gustan las novelas, las leo, pero creo que ya no escribiré ficción”, ha declarado Carrère. No cree que lo que escribe sea algo muy novedoso. Piensa que entronca con algunos de los autores que más le gustan: Montaigne, Sterne o Diderot. Esa escritura sobre lo real se puede ver en otros autores contemporáneos franceses, como Jean Echenoz, autor de Correr, sobre Emil Zatopek, o Relámpagos, sobre Nikola Tesla. Carrère ha dicho: “Recuerdo que una vez hablé de eso con Jean Echenoz. Él decía: ahora, en este momento de mi vida, no tengo apetito de ficción. Respondí: yo tampoco. Lo que es extraño es que, cuando estás convencido de que sigues tus impulsos más íntimos y eres muy fiel a ti mismo, levantas la cabeza y descubres que estás haciendo lo mismo que todos los demás”. Uno de los problemas de ese tipo de literatura es cómo afecta a los demás. Ese es uno de los temas centrales de Una novela rusa: “hice las peores cosas que puede hacer un escritor y produje las peores consecuencias”, ha declarado. “Pienso que, como regla general, no deberías hacer daño a la gente. Es una regla que transgredo. Con ese libro, hice daño a gente y sabía de antemano que iba a ser así. Pero eso no significa que esté en contra de la regla: creo en esa regla, aunque no la respetara esa vez”. O, como ha dicho alguna vez: “No me comporto especialmente bien, pero soy una persona muy moral”.
En algunos sentidos su trayectoria recuerda a la de Javier Cercas: como el autor de Soldados de Salamina, Carrère era un narrador de obras ligeras, algo kafkianas y posmodernas que a mitad de carrera cambió de estilo. Pero Carrère no dice que estos libros de no ficción sean novelas y está menos interesado en aspectos sociológicos o en el análisis de los símbolos de la historia reciente de un país –la preocupación central de Cercas desde Soldados de Salamina–. Su literatura es más psicológica y más impredecible: los elementos comunes de sus libros se combinan con un aspecto imprevisible y provocador en la elección de los temas y en la forma de combinarlos. “Debe tener algo que está lejos de mí, debe exigir un movimiento hacia algo que me resulta ajeno –me dijo en una entrevista de 2013, cuando le pregunté cómo elegía el tema de sus libros–. Por otro lado, debe haber algo común, algo que puede estar oculto: tengo que encontrar por qué me fascina algo tan alejado.”
Limónov, que quizá sea su obra maestra junto a El adversario, le permitía escribir sobre un personaje refractario a las ideas de democracia y derechos humanos, contar algunos de los acontecimientos centrales de la segunda mitad del siglo xx, como la guerra de Yugoslavia o la desintegración de la URSS y describir cierta cultura underground. El Reino era una exploración autobiográfica –el abismo al que Carrère se asomaba es el de la religión católica–, una indagación histórica y periodística sobre los primeros tiempos del cristianismo, un relato de aventuras y una reflexión sobre el poder de las ideas.
El comienzo del libro es la crónica de una conversión, y resulta curioso compararlo con Sumisión, donde Michel Houellebecq cuenta la historia de un profesor que abraza el islam. A comienzos de los años noventa, Carrère se hizo cristiano. Iba a misa todos los días, convenció a su pareja –que había conseguido escapar a una estricta y traumática educación católica– para casarse por la iglesia, dio un nombre cristiano a su hijo, era partidario de la interpretación literal de la Biblia y escribió dieciocho cuadernos de anotaciones sobre el evangelio de san Juan. Después abandonó la fe, como quien se cura de una enfermedad, y regresó a una especie de agnosticismo.
El grueso de El Reino es una investigación en torno a los primeros tiempos del cristianismo, a partir de la reconstrucción de las andanzas san Pablo y de san Lucas, el médico griego fascinado por el mundo judío que se convierte en evangelista y en cronista de los hechos de los apóstoles. Al igual que en otras obras del autor, lo que se cuenta es cómo se escribe un libro: el texto que está escribiendo Carrère, y los textos que escribió Lucas. Hay un momento en el que el autor se lanza a imaginar lo que ocurre a sus personajes durante dos años. Carrère se siente cerca de Lucas: un extranjero, con una mente más atenta al detalle concreto que a la distinción teológica, y también un escritor que emplea distintas fuentes para construir su relato.
Entre las cualidades de Carrère se encuentran el dominio de la narración, también palpable en El bigote o Una semana en la nieve, dos novelas anteriores publicadas por Anagrama; el afán por conocer y contar a los demás; y una visión inquietante y levemente paranoica que hace pensar en su admirado (y biografiado) Philip K. Dick. En libros como Limónov o El Reino se ve a un escritor confiado en la potencia de su prosa, en que lo que dice va a atrapar el interés del lector, por arbitrario que parezca. Se mueve bien en las distancias cortas, como muestra la estupenda recopilación Il est avantageux d’aller ou voir, una suerte de autobiografía donde incluye textos sobre el mundo ruso, críticas de autores como Truman Capote y Janet Malcolm, el diario de dos meses dedicados a leer a Balzac, el relato de una fracasada entrevista con Catherine Deneuve o nueve crónicas sobre las relaciones entre hombres y mujeres.
En Carrère, la seriedad documental no está reñida con el humor, lo lúdico y la capacidad de incorporar los accidentes a su narración: quizá, como ha escrito Fernando Trueba, para hacer una obra maestra convenga distraerse un poco. Gradúa los elementos principales con los que parecen secundarios, y juega con las digresiones, como cuando dice que se ha dado cuenta de que en cualquier discusión los únicos argumentos válidos son los argumentos ad hominem, o las interrupciones y las conexiones inesperadas. La reflexión sobre el retrato a partir de un cuadro de Rogier van der Weyden que muestra a san Lucas y a la Virgen en El Reino antecede a la descripción de un vídeo porno que Carrère ve decenas de veces, antes de enviárselo a su pareja, que diagnostica: “En principio, y lo divertido es que da la impresión de que ni siquiera te das cuenta de ello, es algo completamente sociológico. Si esta chica te gusta tanto es porque en tus fantasías la concibes como una burguesa extraviada entre las proletarias del porno”. Uno de los placeres de leerlo es ver cómo acaba recogiendo hilos y procedimientos discursivos que lanza de manera aparentemente gratuita: el lector asiste a una extraña combinación de rigor y descaro, a un despliegue de exhibicionismo, curiosidad, ambición y destreza casi siempre fascinante y vertiginoso, donde los errores son a menudo tan admirables como los triunfos.
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