«¿Agua? ¿Y eso qué es? Hará unos treinta años que dejé de beber esa rareza», respondía Isadora Duncan a quien le pedía un vaso de agua. Serguéi Esenin, que vivía con ella, compartía su pasión por el alcohol. En Moscú la pareja se levantaba a las dos de la tarde. Esenin tenía la cara hinchada y el pelo enredado como Isadora. Un visitante se quedó asombrado cuando ambos se sirvieron un vaso de té negro y se lo bebieron con gusto hasta la última gota. Para luego percatarse al primer sorbo, entre las risotadas de la pareja, que se trataba de un fortísimo coñac.
«¿Un poco de té, señor Nabokov?», preguntaba Bernard Pivot al escritor durante la famosa entrevista televisiva. los espectadores no sabían que, a petición de Nabokov, la tetera sólo contenía whisky.
Zelda y Scott Fitzgerald eran una pareja igualmente alcohólica. También ellos se despertaban a la hora de comer, pero enseguida comenzaban a discutir. Zelda, de hecho, se sentía monstruosa y por la noche no soportaba el olor de los polvos de tocador envejecidos sobre su piel. Hecha una furia, despertaba a Scott para decirle que quería dormir hasta la hora de la cena. «No puedes dormir sentada.» «Puedo hacer todo lo que quiera. ¡Todo! Puedo incluso dormir despierta.»
Cuando Montale fue a entrevistar a Hemingway, vivo de milagro después de un desastroso accidente aéreo, vio en su rostro un rubor que irónicamente atribuyó a la timidez. Tal vez no sabía que el escritor se desayunaba con una copa de champán frappé y proseguía con el mismo ritmo. Por lo demás, había varias botellas de Chianti y de whisky esparcidas por la habitación. Hemingway parecía sobreexcitado y le cogió la cara entre las manos para escudriñarlo mejor. Una vez hubo pasado el examen, el americano empezó a hablarle en cuatro idiomas distintos. Definió a Fitzgerald como un borrachuzo, luego le preguntó si había leído a D'Annunzio y comenzó a saltar encima de la cama para emular al Vate, gritando: «¡Vivir no es suficiente!».
El alcohol discurre de manera tumultuosa por las vidas y por las obras de muchos autores, sobre todo de los anglosajones, pero, si la borrachera es un alegre momento de abandono, cada cual vive las resacas de un modo diferente.
Joyce, devuelto a menudo a su esposa en estado inconsciente, salía de las resacas gracias tan sólo a Nora, que lo asistía con ternura, tratándolo como si fuera un niño.
Hammett se levantaba tarde y salía del mutismo de la postborrachera sólo para hacer crucigramas con la ayuda de su secretaria. Un día, no consiguió levantarse y llamó a la joven «Venga a tumbarse junto a mí. No tenga miedo, no le haré nada». Le pasó un brazo por los hombros y se quedó largo rato inmóvil. Una noche de jarana menos laboriosa lo dejaba alegre, listo para inaugurar la jornada, o mejor dicho, la tarde, inventando cócteles inverosímiles.
Edmund Wilson, el gran crítico americano, se emborrachaba preferiblemente con B&B, benedictino y brandy, pero era uno de los pocos que no se quitaba la borrachera con un chupito. Se limitaba a dormirla y empezaba la jornada sin pensar en ella. Lavado, afeitado, «envuelto en linos inmaculados», salía del cuarto de baño «como renacido, como un Dios resucitado».
Bukowski se emborrachaba regularmente con whisky diluido en cerveza, pero intentaba permanecer sobrio durante las fiestas de Navidad y Nochevieja, definidas con desprecio como de «borrachuzos diletantes». Casi todos los días se despertaba con una horrible migraña, un aro alrededor de la cabeza, la boca seca, el aliento pesado y el estómago revuelto. Entonces se arrastraba hasta el baño, donde vomitaba y se afeitaba con esfuerzo.
Waugh tenía una experiencia en borracheras que se remontaba a los años del college. A veces, al despertarse, oía hasta «voces» que hablaban con disgusto de sus excesos, pero las ponía en jaque concentrándose en «laboriosas operaciones de afeitado y acicalamiento».
Los calvados que Truman Capote se echaba al coleto en los cabarets senegaleses le provocaban al día siguiente continuos flujos de náuseas, pero también la curiosa impresión de disfrutar como un loco. Para la inspiración además era un maná: «Muchas de las personas que encontraba en mis juergas penetraban más allá de la niebla del calvados para garabaterar firmas indelebles en mi mente».
Kerouac era más dramático. Se levantaba con el pánico de la muerte, que «le chorreaba desde las orejas como pesadas telas de araña». La cara que veía en el espejo era tan aterradora que ni siquiera conseguía llorar. Entonces pensaba «si no me muevo enseguida estoy acabado». Se ponía cabeza abajo para que le afluyera la sangre al cerebro, luego se metía en la ducha. Se cambiaba del todo, como Wilson, y corría para desentumecerse calle abajo.
El lema de Faulkner —«La civilización empieza con la destilación»— era fruto de una vasta experiencia en el sector de las bebidas. «La experiencia me enseña que los objetos que necesito para mi trabajo son papel, tabaco, comida y un poco de whisky». «¿Quiere decir bourbon?», le preguntó un entrevistador. «No soy tan exigente. Entre un scotch y nada, mejor el scotch.»
Las mujeres no se quedaban atrás. Dawn Powell había descubierto que las resacas de las borracheras podían convertirse en notables fuentes de inspiración. Ella prefería la ginebra al whisky y de los coetáneos de la Generación Perdida, pero a menudo por la mañana no sabía explicarle a su marido, superviviente de análogas cogorzas, quién era el hombre que dormía en su cama.
Una vez agotado el efecto euforizante del cóctel «del que si me salpicase en la cara una sola gota tendría el efecto de una rociada de vitriolo», Dorothy Parker caía en una profunda tristeza. Se sentía traicionada por el alcohol y restituida sin defensa al dolor y a la angustia de vivir.
[...] Lillian Hellman se había quedado dormida en un prado y la había despertado el sol. Se había arrastrado hasta la habitación del hotel y había conseguido, no sin esfuerzo, darse una ducha y encargar el «remedio estándar para las resacas de la borrachera»: un huevo crudo, un jerez doble y dos cucharaditas de salsa Worchester. Luego había dormido unas horas, se había despertado y había vomitado...En ocasiones así, cuando los síntomas persistían, pasaba a la segunda solución: hacía que le subieran un poco de cerveza y empezaba otra vez a beber.
Pero el más elegante del siglo XX sigue siendo, sin duda, Antón Chéjov, que se extinguió con una copa de champán en la mano, diciendo simplemente: «Me muero.»
Giuseppe Scaraffia. Los grandes placeres. Traducció de Julio Carrobles. Periférica, 2015. P. 101-105.
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